miércoles, 26 de noviembre de 2008

Los fines privados y el medio social. Un breve repaso por la idea de sistema autogenerado en Friedrich Hayek y en Adam Smith


Friedrich Hayek


Derecho, legislación y libertad
de Friedrich Hayek, por muchos considerada su obra magna, parece ser, en su primer parte “Normas y orden”, la mejor síntesis de la idea cuya renovación hiciera famoso a su autor: el orden espontáneo. Y la mejor vía para explicarla.
Más allá de la principal finalidad con la que se compuso cada uno de los tres volúmenes de los que se compone, que fue la de poner un obstáculo a la absorción del derecho privado por el derecho público como parte de la coyuntura política de la época, este primer tomo de Derecho, legislación y libertad logra dar los primeros pasos en el análisis metódico de la estructura de todo orden evolutivo, y en particular en el estudio del “evolucionismo cultural” (por razones conexas no se debe confundir con el concepto de orden natural al ordenamiento espontáneo). El llamado “derecho” no se revela, para Hayek, simplemente como un caso más del fenómeno del orden social espontáneo, sino como parte integral y orgánica de un sistema que lo requiere, y una parte cuyo papel es el de ser el pilar estructural en la evolución del mismo. Los elementos constitutivos de la estructura abstracta del “sistema” son esos “espacios protegidos” en los que se despliegan las expectativas individuales y legítimas -esto es, capaces de ser armonizadas en un marco de interacción cooperativo (marco social que, por la misma vía, desarrolla a su vez los instrumentos culturales que hacen posible dicha armonización). La delimitación de estos espacios debe, a la vez, posibilitar que esta cooperación sea espontánea, con lo cual deben estar ligados a sus propietarios en forma histórica[1] y no pautada: «[e]n otras palabras, se precisan reglas que en todo momento permitan reconocer los límites del dominio protegido de cada uno y así poder distinguir el meum del tuum[2]
A mi entender uno de los principales aportes de Hayek en esta obra es el de abrir un camino hacia la comprobación posible del carácter patrimonialista de la delimitación de las expectativas legítimas como el corolario necesario del derecho. El posible resultado de su trabajo, tal vez ni siquiera esperado por su autor, es el de haber creado un puente[3] entre dos tradiciones del pensamiento liberal escindidas: la que, de Hume en adelante, haría énfasis en el ordenamiento no deliberado y la auto-organización en todo intento exitoso de coordinación social, y la que, rescatando así a Locke, se concentraría en establecer las formas que el derecho natural debería “dar” a la property, otorgándole un carácter privado más preciso a la tríada life, liberty and (landed) estate. Presumo que desde la aparición del aporte hayekiano en materia social, el estudio -tanto positivo como normativo- del “patrimonio privado” y del “orden extenso” deberá hacerse como un todo simultáneo, y no, como todavía suele hacerse, tomando a uno de los elementos como fundamento autónomo y al otro como variable dependiente, error que no cesa con sólo aceptar que cronológicamente se requieran mutuamente. Creo que, de ahora en más, los patrimonialistas deberán abandonar el constructivismo implícito tanto en el hecho de olvidar que la propiedad no pudo haberse formado de acuerdo a un plan racional como en la costumbre de pensarla como si la misma dependiera de un criterio iusnaturalista plausible de ser descubierto racionalmente en vez de evolutivamente. Y los evolucionistas deberán profundizar en el estudio de cuál sea el carácter socialmente necesario que las esferas de acción individual deben tomar dentro de un orden espontáneo para hacerlo posible, obligándolos a elaborar, de una forma u otra, algo bastante cercano a una ontología de la propiedad privada (esos “ciertos hechos”[4] de los que habla el autor y sobre cuya base puede verificarse mediante reglas generales a quién pertenecen los bienes particulares). Tímidos pasos en esta dirección comienzan a darlos, no sin su implícita dificultad, diferentes autores desde paradigmas que uno supondría se encontrarían necesariamente en uno de los extremos mencionados.[5]
Más que separar aquellos elementos de Derecho, legislación y libertad que hoy siguen vigentes de los que no, lo que tal vez deba hacerse es considerar a toda la obra en el “espíritu que la anima”, en aquello por lo cual obtiene unidad, y entenderla como un gran paso intermedio pero decisivo entre dos momentos en la propia evolución del estudio de la sociedad, poniendo claridad en la distinción entre los fenómenos sociales construidos por la razón y aquellos que necesariamente son anteriores y son causa de la razón misma y por lo cual deben ser espontáneos, consideración esta última que parece haber sido ignorada hasta por los estudios de un sociólogo de la talla de Weber.
Entre los aportes de Hayek a la teoría política está la de que misma distinción se traslada a la diferenciación adecuada por sus causas finales entre el derecho y la legislación, y en la práctica política entre el ámbito adecuado para el llamado “derecho privado” y el que corresponde al llamado “derecho público”.
Debe tenerse en cuenta lo anterior para no malinterpretar ciertas carencias de las que aparentemente adolecería la obra: un estudio analítico y metódico de la forma en que se produce la evolución del conocimiento tácito y la forma en que se internalizarían adecuadamente los efectos positivos de un conflicto resuelto con nuevas normas que readapten en forma mejorada las mutuas expectativas y cuyo resultado sea beneficioso al orden espontáneo. Para poder explicar adecuadamente cómo sucede esta evolución por acumulación de normas favorables al orden espontáneo -que serían seleccionadas de las desfavorables- no bastaría con la victoria o derrota por la fuerza de unas sociedades u otras, ya que esto presume previamente la existencia de sociedades y, con estas, la capacidad de obtener exitosamente información -por al menos una de las sociedades- para seleccionar cuáles son las normas adecuadas para su desarrollo. Una explicación rigurosa debería entonces, a la vez, involucrar herramientas metodológicas dispares (individualistas y holistas) en el estudio de los fenómenos complejos: véase tanto la teoría de juegos evolutiva como el estudio comprensivo del efecto de la emergencia resultante de estructuras sociales respecto de sus individualidades, superando así parte de algunos supuestos restrictivos de la microeconomía neoclásica.
Una de las tantas ideas claves de esta obra de Hayek es la relación entre razón y evolución. La tesis principal con la que se abre el primer libro es que las normas abstractas y los fines sociales sólo pueden construirse como resultado de la adaptación entre expectativas individuales, ya que esas mismas expectativas son, a su vez, interdependientes con expectativas individuales sobre fines individuales, y todas estas expectativas individuales no pueden organizarse previamente salvo en forma abstracta (no particularizada) por un set de normas aplicadas -en mayor o menor medida- por igual a quienes forman parte de un mismo ordenamiento social. Siendo esto así, la razón individual misma -incluso el lenguaje como su articulación- se hace dependiente del orden espontáneo, y por ende no puede construir fines concretos para ese orden, ya que su origen depende de que su voluntad se restrinja al ámbito privado que en combinación con los demás hace posible su propia existencia y despliegue en sociedad. La razón no puede, entonces, establecer los fines de la sociedad sin “rebelarse” contra sí misma, ya que las causas y consecuencias de la razón les son ajenas, y el marco sobre el que subsiste la razón depende de una sociedad que se formó junto a la razón misma pero no gracias a su voluntad: sólo gracias a las consecuencias de las relaciones entre voluntades individuales. En pocas palabras, no pueden existir fines sociales conscientes. Estos fines se forman de la confluencia de fines individuales que sí pueden ser establecidos, y si se intenta ocupar ese lugar, juzgando los fines de la sociedad, habrá que ir en contra de los fines individuales coordinados que generaron, junto con los fines a ser reemplazados, la posibilidad de existencia de la sociedad entera y con esta de la racionalidad. Puede que, a escala personal, esto parezca una crítica de la “razón instrumental”, pero a nivel social podría resultar todo lo contrario: una apología -por muchos intelectuales más que condenable- de la “razón instrumental” en función de la involuntaria necesidad “inconsciente” -en términos no freudianos- del orden de mercado, reificado como único posible origen de todo orden social, y como único posible orden social extenso y único sistema entre los posibles para una economía abierta y compleja[6]. Para quienes consideran que tiene sentido plantearse “éticamente” los fines sociales (el humanismo secular o teocéntrico, sea cualquiera de estos de izquierda o derecha), o para quienes bien sea que dentro de la ordenación social alguna vez pueda imponerse luego de un proceso histórico la libertad a la necesidad (en el caso del marxismo clásico) o bien que “deba” la voluntad imponerse a cualquier criterio de verdad socialmente delimitado por el poder (en el caso neo-nietzscheano de Foucault), la tesis de Hayek no puede sino sonar irritante. Tal vez no sea imposible, sin embargo, establecer una pauta ética a la sociedad existente en tanto dependa de que los espacios protegidos de los individuos y sus consciencias no estén, en su contenido concreto y particular, determinados por las condiciones sociales de existencia que estos mismos formaron actuando libremente, y así puedan modificar pautas generales de acuerdo a cierta teleología social manteniendo deliberadamente el margen de autonomía necesario para asociarse desde espacios privados no determinados por su misma voluntad. Hayek contestaría que esos mismos principios sólo pueden descubrirse evolutivamente de acuerdo a su funcionalidad “objetiva” para la subsistencia de cada sociedad, lo cual nos llevaría de vuelta al principio. Otra opción sería la creación de sociedades menores[7] dentro de la “Gran Sociedad”, unificadas con reglas cuyo cumplimiento pueda ser previamente acordado. El mercado permanecería como un contexto libre, actuando en forma comparable a un espacio de free entry, ajeno a la planificación de estas sociedades-organizaciones y funcionando a la vez como un marco normativo que, frente a la crítica sartoriana, asegure la voluntariedad contractual de estos órdenes deliberados.
Sin duda el anterior es uno de tantos nuevos dilemas que están implícitos en la obra de Hayek y que deberán enfrentar los diferentes representantes de la teoría y la praxis social.


[1] La propiedad privada debe tener una cualidad tal que no requiera a quienes cumplen con la ley la verificación constante por parte de una autoridad distributiva de dicho cumplimiento respecto de la posesión de los bienes. El carácter privado de la propiedad dependería entonces, a la vez, del reconocimiento social de un poseedor particular (individual o familiar) y de la unión indisoluble entre la posesión y la voluntad de su poseedor (en el caso individual, hasta que el individuo decida revocarla). Si la propiedad es ante todo un fenómeno social y la sociedad es al mismo tiempo una coordinación de propiedades, esta característica lockeana de la propiedad privada es necesaria para la coordinación espontánea de expectativas.
[2] Friedrich A. Hayek, Derecho, legislación y libertad, Madrid: Unión Editorial, 2006, p. 138.
[3] Véanse mis improvisadas y por demás arriesgadas propuestas en esta dirección en mis artículos “Cavilaciones de un privatista” y “La propiedad privada como libertad y liberación”.
[4] Friedrich A. Hayek, op. cit., p. 139.
[5] Entre estos autores hay quienes se destacan por algunas reflexiones que considero brillantes. Véase particularmente: Hernando de Soto, El misterio del capital, Buenos Aires: Sudamericana, 2002.
[6] Cfr., Joseph Lajugie, Los sistemas económicos, Buenos Aires: Eudeba, 1987, pp. 36-37.
[7] No hablo de “comunidades menores” ya que una genuina comunidad (una aldea no mercantil, por ejemplo) es también un tipo de orden espontáneo particular (o mejor dicho: es un tipo de cohesión social no espontánea que surge sobre bases espontáneas no sujetas a su vez a escrutinio ni deliberación) en la que el entendimiento no sólo es anterior al consenso sino que no lo necesita. Ciertamente es mucho más fácil crear una comunidad deliberada en la cual todos se conocen y que por lo mismo debe ser pequeña y autosuficiente, que crear, en cambio, una extensa y compleja sociedad deliberada (no confundir con deliberadamente) cuyos asociados deberán subordinar sus expectativas personales a un plan general que tal vez podrán legislar democráticamente pero para el cual esas mismas expectativas le serán desconocidas, y por ende les serán mutuamente desconocidas a ellos en tanto creadores del experimento social. Pero, precisamente, una sociedad -y no una pequeña comunidad- artificial y consciente es lo que buscan los -usualmente- socialistas que se rebelan contra la racionalidad instrumental del orden espontáneo evolutivo. A la inversa los comunitaristas (no confundir con comunistas) desean salirse de la Gran Sociedad, en parte, por motivos casi opuestos: escapar no sólo del anonimato y la soledad de la vida urbana y la cultura cosmopolita sino también de los fríos espacios jerárquicos de gestión burocrática que el orden espontáneo forma en su seno como charcos de aceite en el mar cuando en el mercado, como bien planteó Coase, los costos de transacción son mayores que los costos de gestión. Los comunitaristas también se enfrentan a un problema en este caso, ya que la otra cara del caso anterior es que es mucho más difícil crear de la nada un orden comunitario espontáneo (Gemeinschaft) a un orden societario espontáneo (Gesellschaft). Es mucho más difícil evitar que, por el intento constante de modelar las exigencias comunes de la vida compartida desde cánones externos, una comunidad artificial se transforme en un orden deliberado, esto es, en una organización con objetivos comunes y una dirección central, como puede serlo una fábrica o una empresa, o sea, precisamente de lo que estos desean escapar. Véase al respecto: Zygmunt Bauman, Comunidad, Siglo XXI, 2005, pp. 20-21 y p. 47.
Agrego aquí [07-12-2013] un comentario que hice recientemente en una charla sobre esta cuestión: Mi opinión es que dicho modo de vida sólo se puede elegir dentro de la esfera privada individual, ya que para que la elección personal pueda subsistir libremente requiere autonomía frente a cualquier forma de sujeción social, lo cual implica una separación total entre individuos y, por ende, el modo de vida social necesario para esa libertad de acción y de asociación, es el mercantil, ergo, el capitalista. Lo único que sujeta a un paraguas legal común (rechtsstaat) es la sociedad civil que este mismo paraguas posibilita, o sea: lo único que preserva la subordinación de la sociedad política a la ley es la necesidad de operar en un mercado. En pocas palabras: no habría forma de formar una sociedad entera de cooperativas o comunas y al mismo tiempo garantizar la independencia de los individuos que los forman.
Si esto es así, la libertad de armar una comunidad (no una mera asociación) no estaría disponible, en realidad, siquiera para una isla social dentro del mercado. Véase: una comunidad no puede existir sin entrelazar al individuo en relaciones sociales que éste no puede elegir contractualmente; y la comunidad pierde sentido si éste se piensa a sí mismo como tal individuo en abstracto. Aun cuando pueda ser más o menos libre en términos liberales dentro de la misma, dicho margen de espacio privado dependerá del tipo de estructura de la comunidad, lo que significa que puede implicar autonomía respecto de los otros individualmente, pero no de la cultura que la hace posible: no se basa en un espacio individual protegido por la violencia, sino en un espacio personal encastrado y protegido por la cultura misma. 
No sólo las condiciones sociales de existencia que derivan de una sociedad liberal limitan y ubican al individuo en un lugar que nadie planea (por eso es un orden espontáneo), y este punto de partida es casi un dilema del prisionero para la formación de las comunidades, sino que las comunidades mismas son preexistentes y no planeadas (aunque sus lazos lo sean) y toman formas no previstas que se desarrollan por una vida construida por objetivos comunes que trascienden los intereses individuales como mera suma asociativa, y que además trascienden la comunidad misma (ya que no es fruto de un contrato). O sea: la comunidad deriva de una creencia común que cohesiona y es fundante de la misma (una religión y luego una tradición), y los derechos y privilegios derivan de la comunidad, y no a la inversa como sí sucede en la sociedad secular (incluso bajo estados no seculares) donde del sistema de derechos deriva la sociedad y dentro de la sociedad se viven los patrimonios culturales comunes. Vale aclarar que esto último no significa que estos derechos no se formen socialmente, sino que simplemente no están sujetos al arbitrio cultural y no podrían tomar otra forma: son una necesidad para una sociedad construida sobre relaciones contractuales. En cambio, en una gemeinschaft resultaría que la cultura es inseparable de las relaciones económicas, ya que es ésta la que las organiza a través de los vínculos interpersonales concretos (como podría suceder dentro de una familia), y puede dársela porque el poder de coerción se va estableciendo en las relaciones sociales mismas. En pocas palabras: no sería lo mismo, sino lo contrario, un mercader que opera y depende de una sociedad fundada sobre una base comunitaria, que una comunidad protegida por una sociedad estructurada sobre el mercado. En uno y otro caso la diferencia para ambos “elementos” de la “ecuación” sería cualitativa. La libertad de elegir nuestras relaciones socioeconómicas requiere entonces que no tengamos posibilidad de elegir la naturaleza de estas relaciones (que serán entonces por fuerza mercantiles), por más que nuestras preferencias individuales al respecto sean otras (e incluso si esas preferencias son parte de una cultura que compartamos con otros). La formación de una comunidad implicaría, entonces, si acaso surge realmente y pretende propagarse, de verse implicada en una salida de la sociedad misma y en oposición a la misma. Reconocer realmente una propiedad “privada” a una comunidad en el más puro sentido de la palabra, o sea, reconocer propiedad a un colectivo humano que incluya en él a sus miembros in totum con total potestad jurídica sobre sus cuerpos, y que no haga referencia a sus miembros concretos como propietarios como es el caso con cualquier asociación dentro de la cual subsistan personas, implicaría entonces un eufemismo político para dejar de reconocer a cierto grupo de individuos concretos derechos iguales a los del resto de la población, y por ende considerarlos parte de un sistema legal diferente y aparte, cuando no privarse el Estado-nación a sí mismo del monopolio de la violencia.




Adam Smith


El sistema de La riqueza de las naciones de Adam Smith se presenta, al menos en principio, de la siguiente forma. La naturaleza humana se caracteriza por su propensión al intercambio, en el sentido de un intercambio comercial de bienes. El intercambio de mercancías incipiente, a su vez, descubre al hombre los beneficios de la especialización que llevan así en forma creciente a la división del trabajo y a una profesionalización completa. Luego, el intercambio de una mercancía por otra sólo sería posible porque existe algo común e igual en las mismas que no depende de la magnitud de su “valor de uso” y que determina su “valor de cambio”, cosa que encuentra en la cantidad de trabajo. Finalmente, y por último, esta teoría del valor es sostenida por Smith en tanto no se acumule capital y se distribuya la tierra: para las sociedades modernas terminará afirmando que el capital y la tierra también agregan valor al producto; o sea, una segunda teoría del valor.
Grosso modo, ésta es la vinculación que Smith construye entre los conceptos aludidos. La fundamentación de dichos nexos vinculantes se desarrolla como sigue.
Adam Smith afirma que existe “una cierta propensión de la naturaleza humana” a “permutar, cambiar y negociar una cosa por otra”.[1] Cabe considerar esta definición como un punto de inicio para su sistema. Esta propensión natural al cambio refiere a un tipo particular de cambio, que sería el intercambio de mercancías o, según algunos autores, el intercambio propiamente dicho.[2]
El siguiente paso es la división del trabajo. El paso de la subsistencia al intercambio parece no ser gradual, por tanto requiere de cada actor económico una “certidumbre de poder cambiar el exceso del producto de su propio trabajo […] por parte del producto ajeno que necesita”, de forma de inducir “al hombre a dedicarse a una sola ocupación”.[3] Para que este paso pueda darse se requiere otra premisa: un criterio de conveniencia a futuro, por el cual el individuo pueda razonar solitariamente sobre la posibilidad de especializarse, sacando provecho de las pequeñas diferencias de talento generadas por las diferentes y azarosas contingencias de los contextos de la propia crianza. Una vez que la especialización es completa, también el desarrollo de los talentos durante la madurez es condicionado por ésta,[4] y siendo que ésta se da en un contexto de intercambio mercantil, el comportamiento egoísta es la única forma viable de subsistir: se coopera porque no queda otra vía, y se conoce cómo cooperar descubriendo a través del éxito cuando se produce lo que los otros necesitan.[5]
Luego de haber probado lo anterior es que Smith puede explicar el surgimiento y crecimiento progresivo de la división del trabajo: una vez que las mutuas certidumbres en la propensión ajena al intercambio se combinan con el crecimiento de los excedentes intercambiables y la voluntad de vivir en forma egoísta, se hace posible para los individuos el salto de un intercambio mínimo de estos excedentes entre individuos que realizan las mismas tareas, a un intercambio total del propio trabajo entre individuos que realizan tareas que impliquen una especialización completa y por lo cual ya no podrían subsistir sin el intercambio. Esto presupone, además, la propiedad privada en su sentido moderno y cabal: el individuo no se debe a nadie pero como precio no puede esperar nada de nadie.[6]
La tendencia histórica hacia una “sociedad comercial” basada enteramente en el intercambio de mercancías se deriva, en Smith, del gradual crecimiento de la división del trabajo, pero el orden de causalidad propuesto por el autor impide, frena y contradice a cada momento dicho razonamiento. En este sentido, su tesis general podría llegar a completarse correctamente si los conceptos manejados estuvieran vinculados de otra forma (requeriría, para evitarlo, que el intercambio y la división del trabajo surjan de la propensión a la propiedad, en vez de la propiedad y la división del trabajo de una propensión al intercambio).
Así, el proceso histórico hacia el capitalismo podría explicarse más fácilmente: el debilitamiento de las contenciones comunitarias y culturales posibilitarían que los individuos puedan mantener, cada vez con mayor productividad (ergo con más facilidad), vínculos sociales libres por fuera de los condicionamientos de las relaciones socioeconómicas,[7] ahora articulados espontáneamente a través del mercado,[8] que simultáneamente sublimen exitosamente el egoísmo individual dentro del perímetro de un patrimonio privado inmueble que posibilite su permuta y enajenación, y que no implique relaciones de poder o sujeción.[9]  
Esta última lectura, sin embargo, aunque más congruente con el espíritu de la obra de Smith, no lo es con su letra (tampoco con el sistema que pretende construir: si acaso este funciona como un todo y puede llamarse tal). En vez de suponer una evolución histórica que coloca a la mercancía cada vez más en el centro de la organización social debido a un crecimiento de la división del trabajo, Smith procede a describir toda sociedad humana como mercantil,[10] para luego deducir que el grado de mercantilización de la economía depende de la extensión y complejidad de la división del trabajo que a su vez depende de la posible extensión del mercado.[11]
Este problema parece derivar de su sistema, en el cual la tendencia al intercambio precede a la división del trabajo, por lo cual toda división del trabajo debe basarse en el mercado, ya que de otra forma no sería impulsado por el mismo.
El planteo inverso –esto es: que la división del trabajo precede al intercambio– posibilitaría incluir la tendencia al intercambio en forma funcional a la teoría: así la división del trabajo aparecería tendiendo naturalmente a crecer con el desarrollo del conocimiento científico-tecnológico, sin depender –o al menos no desde el inicio– de un intercambio mercantil (lo cual llevaría a una petición de principio); al mismo tiempo la complejización de dicha división del trabajo requeriría progresivamente que mayores porciones de las relaciones sociales necesarias para la misma –o una mayor medida de las mismas–, se vieran mediatizadas por un mercado que vincule espontáneamente, de acuerdo al consumo, las diferentes unidades de producción.[12] En consecuencia, las sociedades que organizaran dicho trabajo en mayor medida a través del intercambio, se encontrarían históricamente produciendo más y a su vez posibilitando un más rápido progreso tecnológico.[13]
Sólo a través de esta inversión del sistema smithiano es que puede hacerse al mismo congruente con su descripción del surgimiento y concreción de la moderna social liberal o capitalista[14] basada en el intercambio comercial:
El hombre vive así, gracias al cambio, convirtiéndose, en cierto modo, en mercader, y la sociedad misma prospera hasta ser lo que realmente es, una sociedad comercial.[15]
La teoría del valor de Smith depende de su concepción mercantil de la división social del trabajo: en tanto la coordinación de las relaciones sociales se hace automáticamente a través de un entramado inconsciente de vínculos económicos,[16] el autor debe buscar una igualdad que refleje algo común a los bienes para que puedan ser intercambiados. En tanto se intenta fundamentar la propensión al intercambio primero en el intercambio mismo y sólo en segundo lugar en un eventual interés en los bienes ajenos, es casi natural que se propenda a disociar el valor de uso del valor de cambio como dos entidades separables en una misma cosa.
Este valor subyacente y común a las mercancías debe ser un valor de cambio que dependa de ese algo común a las mismas, que Smith presume debe ser el trabajo (véase la “cantidad de trabajo incorporado”, o el “tiempo de trabajo incorporado”), el cual se refleja proporcionalmente en el “precio natural” como diferente del “precio de mercado” o “nominal”, que orbitaría en torno al “natural” o “real” buscando constantemente una situación de equilibrio. Es por esto que para Smith, entonces, la relación de cambio de dos mercancías tiende a reflejar, a lo largo del tiempo, la cantidad de trabajo incorporada en las mismas, y no a la inversa.[17]



[1] Adam Smith, Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 16
[2] Cfr. Karl Polanyi, “Formas de integración y estructuras de apoyo”, El sustento del hombre, Mondadori, 1994, pp. 109-111
[3] Adam Smith, op. cit.,  p. 18
[4] Cfr. Ibídem
[5] Cfr. Ibídem, p. 20
[6] Cfr. Ibídem, p. 17
[7] Cfr. Francisco Rosa Novalbos, “Freud, Lévi-Strauss y Houellebecq: una reivindicación del orden”, Revista Cuaderno de Materiales, No. 18, ISSN: 1138-7734
[8] Cfr. Oliver E. Williamson, “Spontaneous versus induced cooperation”, The Mechanisms of Governance, Oxford University Press, 1996, pp. 30-31
[9] Cfr. Andrew Reeve, “Adam Smith and social development”, Property, Humanities Press, 1986, p. 61
[10] Cfr. Adam Smith, op. cit.,  p. 16
[11] Cfr. Ibídem, p. 20
[12] Cfr. Michael Polanyi, “La dirección de las tareas sociales”, La lógica de la libertad, Katz, 2009, p. 173 y ss.
[13] Cfr. Friedrich Hayek, “Entre el instinto y la razón”, La fatal arrogancia, Unión Editorial, 1990, pp. 45-46
[14] Cfr. Friedrich Hayek, “«Natural» frente a «artificial»”, La fatal arrogancia, Unión Editorial, 1990, pp. 222-223
[15] Adam Smith, op. cit., p. 24. Esta oración cambia profundamente de sentido dependiendo de la profundidad que se le quiera dar a la conjugación del “ser”. Es muy diferente entender que “la sociedad misma prospera hasta [llegar a] ser lo que realmente es [hoy]” que entender que “la sociedad misma prospera hasta ser lo que realmente es [i.e. lo que siempre fue]”. En esta última lectura, si acaso no es forzada, Smith expresaría la completitud de la sociedad de una “verdadera identidad” consigo misma, lo que implicaría que la división del trabajo no ha sido siempre mercantil, sino que por alguna razón incorrectamente explicada, sólo se ha convertido cabalmente en tal en la presente sociedad de mercado burguesa o capitalista, mientras que en el pasado precapitalista lo habría sido sólo en potencia a pesar de haber operado (o no) a través de mercados. Las continuas readaptaciones que Smith hace a su obra a lo largo de la misma –a costa de una coherente concreción del sistema que aparentemente quiere crear– imposibilitan escoger una respuesta.
[16] Por momentos esta división del trabajo producto de la demanda de la sociedad (o división social del trabajo) es confundida con la división del trabajo planeada interna a cada factoría (o división técnica del trabajo). Encuentro en Marx una de las mejores descripciones de la primera en la forma que toma gracias a la propiedad burguesa; del fenómeno de orden espontáneo connatural a los mercados que son la esencia de la misma: “Se dijo y se puede volver a decir que la belleza y la grandeza de este sistema residen precisamente en este metabolismo material y espiritual, en esta conexión que se crea naturalmente, en forma independiente del saber y de la voluntad de los individuos y que presupone precisamente su indiferencia y su independencia recíproca. Y seguramente esta independencia material es preferible a la ausencia de relaciones o a nexos locales basados en los vínculos naturales de consanguinidad, o en las relaciones de señorío y servidumbre” (…Grundrisse, vol. 1, Siglo XXI, 2007, p. 89)
[17] O al menos así terminará siéndolo sólo para el estadio precapitalista o “rudo y primitivo” de la sociedad basada en la producción simple de mercancías sin medios de producción como un factor independiente (si tal cosa es posible), donde la fuente del valor del bien que se encuentra tras el precio (o la razón de cambio) sería el trabajo, y no para el estadio capitalista o “civilizado” de la misma, donde la fuente del valor del bien que se encuentra tras el precio es el precio mismo o, mejor dicho, los tres precios adicionados negociados que lo conforman en el mercado moderno (salario, ganancia y renta) por los propietarios de los factores productivos (trabajo, capital y tierra). Este problema sería solucionado por las diferentes corrientes marginalistas (Manchester, Lausana y Viena), pero aunque en todas la solución resulte en apariencia la misma (la utilidad marginal en el consumidor y el productor), en su concreción las vías que toman estas escuelas implican diferencias sustanciales que resultan cruciales para entender cuál es, para cada caso, el origen del precio.