jueves, 30 de octubre de 2008

La identidad personal y el problema de la continuidad



Siendo que todavía no terminé el ensayo sobre el poder que tenía pensado publicar, tuve una idea para no dejar otro mes sin publicar nada. Esta vez no tendrá nada que ver con filosofía política. Se acerca este post, como mucho, a uno de los tantos temas relacionados con filosofía de la mente. Es algo que escribí sin mayor rigor académico y hace ya bastante tiempo. Fue, en pocas palabras, una excusa para escribir. Sin embargo trata un problema que, más allá de que en su momento no le dedicara la atención merecida, siempre me interesó y que considero, en el fondo, relacionada con otras tantas cuestiones que son mucho más importantes y cruciales para el hombre que cualquier “filosofía social”.
La decisión de utilizar este escrito y no otro cualquiera también viene a cuento de un problema que encontré en la que creo es una errónea “solución científica” para conseguir la inmortalidad: la clonación perfecta, memoria incluida. Encontré esta propuesta en La posibilidad de una isla, la excelente, controvertida -y a mi gusto demasiado pesimista- novela de Michel Houellebecq; novela que trata, entre otras tantas cosas, del nexo vinculante que hay entre el amor y la eternidad de la consciencia personal, promesa que es clave en la conformación de las comunidades en la religiosidad occidental. No voy a contar más de la novela aquí, recomiendo leerla (casi offtopic: muchos de los temas allí tratados se relacionan indirectamente con la iluminadora revisión de la cotidianeidad cultural del milenarismo cristiano que hace el historiador Jacques Le Goff y que es comentado a vuelo de pájaro en su libro En busca de la Edad Media). Vale aclarar que el autor de la novela deja entrever que el proyecto “neohumano” está destinado, al menos espiritualmente, al fracaso (salvo, tal vez, por la promesa de verdadera trascendencia que, adelantada a través de la inocencia edénica del perrito Fox, representa el advenimiento de los Futuros)
Mi propuesta de inmortalidad, pues, sería otra, si tuviera que esperarse de la acción tecnológica del hombre y no de la parusía según es profetizada por la escatología cristiana, por razones que se entenderán en este breve y muy informal escrito:



¿Un lapso en la nada?

Incidentalmente, el amor es un ejemplo interesante de otra relación que es histórica y que (como la justicia) depende de lo que ocurrió realmente. Un adulto puede llegar a amar a otro debido a las características del otro; pero es la otra persona, y no sus características, lo que se ama. El amor no es trasmisible a alguien más con las mismas características, ni siquiera a alguien que “supere” estas características. El amor sobrevive a través de los cambios de características que lo originaron. Uno ama a la persona particular que uno realmente encontró. Por qué el amor es histórico, inseparable de las personas de esta manera y no de las características, es una pregunta interesante y enigmática.

Robert Nozick


Siempre cuestioné si la muerte es realmente posible, y en qué consiste. La mejor forma de ver el problema es empezar desde la consciencia, entendida como unidad de sensaciones de la vida psíquica de lo viviente, de la realidad que se siente a sí misma. Un ejemplo que entonces hago generalmente para estos casos es suponer la vida como la vida del alma, y a esta alma como unidad metafísica sobre un soporte físico, o sea, como forma de un cuerpo. Luego puede aplicarse a un alma espiritual que pueda conservarse a nivel metafísico.
Tomemos como supuesto que el alma, en tanto consciencia, está en el cerebro y que se reduce a un fenómeno material (materia no necesariamente entendida en términos cartesianos). A partir de esta suposición imaginemos que un individuo, al que llamaremos N, llega a estar clínicamente muerto. Al pasar unos minutos de permanecer en ese estado es resucitado. Nada ha cambiado aparentemente. N ha vuelto de la muerte. ¿Nos encontramos ante la misma persona? Diríamos que sí. A pesar de que durante esos minutos algunas neuronas murieran el cerebro sería el mismo. Su estructura molecular permanece aunque su contenido variara: electrones cambiaron de posición, muchas partículas abandonaron el cuerpo y otras se reubicaron en el mismo lugar. Átomo más, átomo menos ¿a quien le importa? Y si algo cambió, igualmente diríamos que nos encontramos ante la misma persona, como decimos que nos encontramos con el mismo amigo, tanto luego de charlar un par de minutos como al comenzar la conversación.
Bien, ahora imaginemos otra situación: destruyamos a N. Lo pulverizamos a nivel físico como si detonáramos debajo de su cama un explosivo termonuclear de diez megatones. Lo más reconocible de N son neutrones dispersos viajando a través del espacio. Pero hicimos conservar algo: los datos de todas las posiciones de todas las partículas que conformaban a N. Y ahora hacemos algo más: con otra máquina similar, casi inimaginable, reconstruimos, con otras partículas, a N. En el mismo lugar; si queremos, diez minutos después. N ha vuelto a la vida, diríamos. N es su composición. “N no ha muerto -exclamaríamos finalmente-, ¡lo hemos resucitado! ¿no es así?” Bien ¿es esto cierto? ¿Se trata de N como en el primer caso? ¿O este es un N idéntico, pero no el mismo N? ¿Sería un N2? Mi argumento es que N ha muerto: N2 no es N1 (lo que se entenderá luego). N2 vive. N1 ya no existe. Pero esto implicaría que aquel N -el del primer ejemplo- que sólo sufrió una muerte clínica podría no llegar a ser ya el mismo N. ¿Parece tan difícil comprobar que no se trata del mismo N? Ya veremos.
Tercera situación: no destruimos a N, ni siquiera le contagiamos un resfrío. Pero, nuevamente, copiamos, como antes hiciéramos premortem, todos los datos de la ubicación de su estructura física. Luego echamos al N original, y lo mandamos a su casa. Finalmente, con nuestra simpática máquina construimos a otro N, en exactamente el mismo lugar, con los mismos recuerdos del original, diez minutos después de que mandáramos al N original de paseo. Sí, exactamente como si hubiera estado muerto, o en suspensión inanimada durante ese lapso de tiempo. Ahora tenemos, sin lugar a dudas, dos N: N1 y N2. Los dos jurarían ser el mismo N. Y si queremos evitar que sólo N2 tenga la sensación de haber “perdido” mágicamente diez minutos, podemos inducir coma 4 en N1 por diez minutos, y luego hacer una doble relocalización: resucitar a N1 en una camilla y reconstruir molecularmente a N2 en otra camilla. Ambos “N” se despertarán jurando ser el original, y declamando que todo es producto de una conspiración ejecutada durante el lapso de tiempo entre que perdieron la consciencia y la recuperaron (lo último será parcialmente cierto). Ahora bien, con toda seguridad diríamos que sólo N1 es el N original. Pero ¿es esto cierto? Obviamente los dos no pueden ser el mismo Sr. N, porque -esto es evidente- tenemos dos consciencias, dos individuos. Son idénticos al despertar, e irán variando física y “mentalmente” durante el transcurso del tiempo, como cualquiera de nosotros, en formas diferentes. Pregunta muy fácil entonces: ¿por qué, en el segundo caso hipotético, supusimos que N “seguía siendo N” luego de ser pulverizado, a pesar de que la construcción de un nuevo N fue ajena a su desintegración? En aquel caso no habíamos hecho a N2 de la carne del original, pero lo habíamos hecho idéntico, no sólo a imagen y semejanza. Lo supusimos por la simple sinrazón de que “tuvimos” la muerte de N, y entonces experimentamos la construcción de otro N como su reencarnación. Pero no es así. Ya vemos que es otro N. Ahora bien, si el N construido es siempre “otro N”; si el primer N disuelto en la nada no vuelve de la nada para “renacer” en el N duplicado ¿por qué pensar que una persona que pasa por una muerte clínica sigue siendo la misma? Podríamos pensar, a esta altura, que sigue siendo la misma porque no fue “desintegrada”. Pero vemos que no se trata de esto. Vimos, en el tercer ejemplo, que la continuidad de la identidad no tiene relación con la personalidad, es decir: tiene relación con su unidad esencial y no con su forma. Pero vimos también algo más, y es que esta unidad esencial tampoco es real: no hay diferencia entre el primer y el segundo ejemplo. El N muerto y resucitado, y el N desintegrado y reintegrado comparten algo en común, y es que ya no son ellos mismos. Las partículas últimas que hacen a la forma física, en ambos casos, ya son otras, a pesar del mantenimiento de la forma. Continuamente nos desintegramos y reintegramos. Acaso tal vez importe que las partículas sean otras pero la forma no haya desaparecido nunca. (Aclaración: la conservación de la identidad no depende de la conservación de la forma, sino de la continuidad a través de los cambios en la forma. La ruptura de la continuidad es lo que haría que una consciencia deje ser la que era para ser otra, o sea, pierda su identidad. Y repito: no confundir identidad con personalidad. En cualquier caso no deja de ser problemático).
Pero entonces, y de acuerdo a lo anterior, ya hicimos un salto de lo físico a lo cuasi metafísico: la identidad de la consciencia no está en las partículas sino en la forma con independencia de éstas e incluso con independencia del mantenimiento del estado consciente. Pero ¿no hay cambios en la forma durante los diez minutos de muerte? ¿Y si el tiempo es mayor? Lo único que podría aducirse, para el primer ejemplo, es que en los cambios de la forma -en el cual las partículas a su vez cambiantes se reemplazan- existe continuidad de identidad en el cambio, mientras que la ubicación de las partes físicas integrantes en el segundo caso desapareció. Pero entonces la muerte no es la suspensión de la consciencia sino la desintegración de la forma del cuerpo, y habíamos dicho que la vida de la consciencia es material, esto es: la muerte clínica implica la suspensión de la consciencia y con ésta la pérdida de la forma de la misma, si se quiere, “electroquímica”. Tras la forma está la identidad indivisible de la consciencia, pero la pérdida de la consciencia sería el equivalente de su desintegración, aunque no de su soporte: el cerebro inactivo. La pérdida de la consciencia, entonces, ¿sería la muerte misma? Muerte, vale aclarar, sin vuelta atrás.
Desde un monismo materialista pareciera ser que la muerte no sería un estado de un ente viviente, y ni siquiera una fase. Desde una posición como esta, la muerte estaría en todas partes y en todo. Precisamente, sería la falta de identidad consciente. Pero si identidad de la consciencia y estado de consciencia son una cosa, pues, resulta que nos encontramos ante algo interesante, y es que tal vez para esta noche ya estemos muertos. Cada uno de nosotros al acostarse, tal vez esté viviendo los últimos segundos de su vida. Quien despierte, será tan igual a nosotros, bueno, pues como N2 es igual a N1.




Copio aquí dos momentos de una charla que tuve al respecto de este escrito y que pueden aclarar algunas confusiones que pudieran surgir:

J: [...S]í, básicamente pienso lo mismo.. igual te marco algunas críticas que por lo que sabés de mí te van a ser previsibles; [...] hay una serie de experimentos de mente del estilo de la filosofía analítica bastante apropiados [...pero] que la identidad dependa de la forma, digamos, de la ordenación de ciertos tipos de moléculas sin importar el que sean siempre las mismas, no es algo metafísico, estarías sosteniendo la identidad en algo empiricamente observale, esa ordenacion (o hipoteticamente empiricamente observable, más allá de nuestra tecnología actual)
P: No se si metafísica e imposibilidad de observación sea lo mismo. En cualquier caso, no habría forma de "observar" que la identidad de la consciencia dependa de la forma (de la permanencia de la ubicación de las partículas). Por eso me parece que lo encaro en una forma en que obligo al lector a abandondar cualquier postura positivista si quiere intentar comprender el asunto. Necesariamente tenés que pensar en nexos de causalidad no observables, entre fenómenos observables y resultados no-observables (la permanencia de la unidad de la consciencia en el tiempo), y por eso planteo que tal vez sea imposible saber si al dormir nos morimos y renacemos, o no.
J: Claro, adoptar una postura positivista lleva a hipótesis inverificables.
P: Si. Creo que eso es tal vez lo más interesante de mi ejemplo. Es un paso muy humilde en dirección de despositivizar la filosofía de la mente.
[...]
P: Ojo, no doy necesariamente por supuesto que haya una ruptura de la unidad de la identidad en una alteración de estado de consciencia. De hecho, ni siquiera digo que necesariamente se pierda la unidad de la identidad en la pérdida de la consciencia. Lo planteo como hipótesis. Puede que la forma, esto es, la ubicación de las partículas reemplazables relevantes, no varíe siquiera en el caso de una muerte clínica.
J: No, claro, un comatoso conserva su identidad pero no es conciente. Sin embargo, tiene algún tipo de sueños, cada tanto, es decir, tiene algún tipo de conciencia. La equivalencia podría entonces plantearse así: existe identidad si y sólo si existe algún estado de conciencia.
P: Claro: permanencia de la identidad. Aunque bueno, podría ser que en los períodos en los que no hubiera sueño no hubiera consciencia alguna, y fuera ese el momento de la ruptura de la identidad. El problema sería: si mi hipótesis es correcta ¿qué estados mantienen la identidad y cuáles no?
Y la pregunta más difícil: ¿por qué?




Nota agregada (17/12/2011)

En la revista Investigación y Ciencia número 415 de Abril de 2011, apareció un artículo titulado "Teletransportes y trasplantes: el problema de la identidad personal" de Agustín Rayo. El autor propone casi exactamente el mismo ejemplo que yo publiqué en este post dos años atrás. Tal vez sea que no es un planteo nuevo, o supongo es algo a lo que, reflexionando un poco, diferentes personas podrían llegar con facilidad. Para mí sí fue, sin embargo, una novedad cuando lo esbocé, hasta que un año después leí una reflexión similar en el libro La mente de John Searle (aunque no tan parecida), con cuya forma de pensar me identifico bastante.
En el caso de este artículo de la edición española de la Scientific American, el autor llega, sin embargo y a pesar de haber utilizado un ejemplo casi idéntico al mío, casi exactamente a la conclusión contraria a la mía, y a mi gusto -y creo que a gusto de Searle también lo sería- evadiendo el problema, ya que llega al final -donde es obvio que se requiere una definición de identidad- con una solución light que considero "peligrosa" (ya se entenderá por qué), y que además consigue reduciendo la definición de identidad objetiva a una cuestión de subjetividad en relación con la personalidad: en pocas palabras concluye que no existe la continuidad de la consciencia por los cambios en la personalidad, que es como decir, si somos coherentes, que nacemos y morimos a cada instante (instante que el autor mide arbitrariamente con aproximadamente 24 horas, ya que si hubiera reducido su valor asintóticamente a cero -como debería hacerlo- el ejemplo no sería válido). Propone para esto un ejemplo tranquilizador que no lo debería ser en absoluto, y que contradice su planteo anterior, esto es: que la personalidad no era la identidad.
En fin, no tiene caso intentar explicar más acá: invito a quien puede que lo lea, lo compare con el mío y saque sus propias conclusiones.