viernes, 17 de marzo de 2006

El relativismo subjetivista y el asedio a la libertad

Hoy voy a publicar una crítica a El existencialismo es un humanismo de Sartre. Se enfoca en la relación entre libre albedrío y libertad exterior, personalidad e individualidad, aunque en su momento la escribí como parte de un breve ensayo sobre antropología y filosofía. En la misma sobrepasé los límites del trabajo principal para resaltar ciertas connotaciones políticas.
En mi texto podrá verse cómo los consejos pseudolibertarios de Sartre son un resumen de toda una mentalidad muy presente en la actualidad, que en su momento fue proyectada al mundo través de movimientos contraculturales funcionales a la izquierda radical, y hoy día establecida como la "ética" sustituta para estas nuevas generaciones que, parece, son estandarizadas por los ministerios de educación en la soberbia positivista y el cinismo relativista -quién diría, las dos cosas juntas- como los únicos faros para navegar en el escaso contenido cultural del que dispone el nihilismo contemporáneo.
En apariencia la postura sartreana parece liberal, hasta individualista. No lo es, y eso pretendo demostrar.



Excurso: Sartre y la miseria de su existencialismo


Llamo a este acápite un excurso, porque no creo que lo que en este momento escriba sea esencialmente útil a este análisis. Sartre no ayuda en nada al propósito de echar alguna luz a la cuestión de la antropología ni a la de la libertad. Su método me resulta pueril cuando no nulo; sus conclusiones una prédica de agitación. Todo su escrito parece inundado de un sabor a milenarismo apocalíptico en su versión más barata. Debo reconocer que es muy poco lo que he leído de Sartre, y sin embargo me siento casi capacitado para decir, luego de haber leído El existencialismo es un humanismo, que ha quedado en mí muy poco respeto por su trabajo y casi ninguno por su alardeada buena fe (cosa que no puedo decir de Heidegger, a quien se le puede acusar, a lo sumo, de estar atrapado en las abstrusas –pero enriquecedoras– redes de su propia filosofía, pero nunca de descreer en la importancia de la pregunta por el ser).
El estilo panfletario del breve ensayo sartreano[1] tiene poco de original y mucho de parecido con la revulsiva prosa de Marx en el Manifiesto del Partido Comunista de 1848, y, para su pesar, poco de similitud –o nada– con las dotes literarias de aquel, ni con su ingenio narrativo para chantajear emocionalmente (Marx podía solapadamente hacer pasar la versión izquierdista de su amoral ética historicista hegeliana, como el problema de un sentido común humillado por la hipocresía dominante y ahora despertado por la propia revelación ideológica[2], cosa que Sartre intenta imitar pero no logra). El escrito sartreano, por un lado, no resulta mucho más que una suma de pedanterías intelectualoides y ataques ad hominem a manera de contestaciones a supuestas objeciones y, por el otro, se trata de una pretenciosa intención de revelar su propia “filosofía de vida” (con una mediocre versión del ateísmo e, incluso, de un supuestamente inevitable agnosticismo) como el necesario resultado de su propio escepticismo pseudo-paroxístico.
Sartre, a diferencia de Heidegger, hace que la coyuntura política (mundo de post-guerra) se vea implicada necesariamente en su propia deontología y eso lo vuelve fatalmente anacrónico. Heidegger era hitleriano y nacionalsocialista, Sartre era stalinista y comunista. Sin embargo el primero de estos existencialistas no ensució su pensamiento filosófico con sus propias ideas políticas. Es por eso que, por ejemplo, podemos apreciar su obra de la misma forma que podemos apreciar la dirección de Herbert von Karajan –otro nazi–, los análisis culturales y económicos de Spengler y Sombart, las novelas de un fascista como Pirandello, la lingüística de Noam Chomsky –que resulta en conclusiones contrarias al postmoderno relativismo cultural[3] e incluso a su propia simpatía por el antiamericanismo de dictadores estatistas del Tercer Mundo[4]–, así como la maestría en el arte del ajedrez y el genio literario de liberales-conservadores defensores de Pinochet, respectivamente Kasparov y Borges, y separar a ellos y a sus obras de sus propios tics autoritarios. Sartre, en cambio, hizo a los elementos de su militancia política y su filosofía en gran medida algo indisoluble y es por eso que ambos deben ser analizados simultáneamente, como se verá cuando se analice su posición “ética”.
A esta altura uno podrá preguntarse si es mi juicio negativo sobre la persona Sartre la que me imposibilita un juicio positivo sobre el Sartre filósofo. Pues bien, pasaré a viviseccionar su artículo y creo que la pregunta se contestará sola. Por supuesto puedo equivocarme. Veamos:
Sartre comienza haciendo una defensa de un movimiento que, propiamente, no existe, o no, al menos, como una construcción monolítica. El existencialismo es una catalogación inductiva y meramente nominal, y no una definición esencial, al punto que muchos dudan de si puede catalogarse a Heidegger como “existencialista” cuando toda su obra no se centra en realidad en la pregunta por la existencia sino en la pregunta por el ser a través de la ex–sistencia. Sartre en cambio, pretencioso, hace una hipóstasis de un término meramente instrumental transformándolo en una supuesta entidad real y luego pretende defenderla. Como es inevitable, su defensa no pasa a ser otra cosa que la apologética de su propia doctrina que él llama existencialismo por una razón que ningún otro existencialista comparte (el existencialista sería –para Sartre– aquél que cree que la existencia es previa a la esencia, en términos de la metafísica aristotélica). Quien deja bien claro que no lo comparte es Heidegger, que lo aclara explícitamente. Sartre se para así “sobre hombros de gigantes”, pero no les aporta altura filosófica y en cambio, sin ninguna humildad, intenta representarlos sediciosamente. En su bravuconada, sin embargo, se queda hablando solo y haciendo el ridículo.
La defensa de Sartre de su propia versión de lo que sería el existencialismo consiste en intentar ligarlo a una nueva forma de humanismo. Lo que hace, sin embargo, no es otra cosa que una versión renovada de la vieja interpretación del protagorismo, más que como un relativismo sociológico al estilo de la “sociología del conocimiento”, como un relativismo genérico, abarcativo para toda la especie humana, con todas las complicaciones casi irresolubles que esto conlleva[5].
Para empezar, y como sucede durante todo el escrito de Sartre, se confunden las cuestiones y, es así que ya la antropología sartreana comienza dando un gigantesco paso en falso, cuando, atropelladamente, pretende demostrar que sin Dios el hombre sería una existencia sin esencia, dejando a más de un biólogo y a más de un ingeniero genético dubitativos: ¿por qué la falta de un planeamiento priva de esencia al hombre? ¿El que no haya un plan consciente y único significa que no existe la naturaleza humana? Sería una esencia, si se quiere, sin un carácter teleológico (aunque Lamarck y Lorenz[6] dirían algo diferente), pero esencia al fin.
Se podría decir que del error anterior se hacen posibles todos los errores posteriores, pero sin embargo no seamos tan caritativos con Sartre: el que estos errores se hagan posibles a partir de aquel no significa que sean causados por aquel. Muy por el contrario, con su probada generosidad, nos ofrece otros nuevos gratuitamente.
El primer error más visible, que continúa inmediatamente, es el de considerar a la voluntad como creadora inmediata de la esencia humana. La existencia humana tendría un carácter aparentemente no esencial (¿?) que sería el de la consciencia, y ésta crearía a posteriori la esencia humana. Pero resulta que para Sartre hay elecciones anteriores al “querer”, no conscientes y por ende ¡no libres!, que hacen a la esencia de cada hombre individual. Pero él las llama “libres”. ¿Nos encontramos entonces ante una nueva forma de madurez antropológica de tipo fisicalista que reinterprete las conclusiones éticas del determinismo, haciendo a los hombres responsables de sus actos, que serían “libres” ya no por indeterminación volitiva del espíritu –como ejemplifica Gilson[7] en referencia a la síntesis tomista del libre albedrío como voluntaria y racional–, sino en tanto propios de una determinación pero individual, autárquica y no mecanicista ni dialéctica? No pidamos peras al olmo. Simplemente Sartre confunde la libertad de la consciencia con la “libertad” de la existencia de ser una cosa o la otra. Pero no hubo consciencia de esa decisión. No se puede pedir a la consciencia responsabilidad por la decisión “libre” de algo que resulta previo a sí misma y menos si se pretende que las decisiones previas no determinarían su naturaleza en tanto consciencia libre en el sentido aludido: indeterminada. Esa cosa previa a la decisión consciente, sin embargo, sería algo que condenaría inconsciente y aleatoriamente a la existencia a poseer una esencia. De otra forma, y esto es importante recordarlo, si lo que se quiere es hacer responsable a la existencia por una suerte de elección inconsciente que determina su esencia, sería propio de cada existencia haber elegido una cosa u otra, y eso es precisamente afirmar que la esencia precede a la existencia (y, para colmo, en forma determinista, concepto del que Sartre pretendía ser el primer negador). En el cristianismo, al menos, la consciencia individual –salvo por las tendencias del pecado original– se salvaría de pagar las culpas por toda su esencia, ya que no recae en una teoría determinista de la irresponsabilidad, siendo la esencia humana el marco ideal de sus elecciones pero no la causa de éstas. En Sartre la consciencia es las elecciones de su existencia y se descubre en ellas, pero para no remitirse a una esencia nuestro “existencialista” hace una salvedad al apelar a los determinantes de esas elecciones para ligarlas con la existencia toda, y habla de elecciones inconscientes que hacen posibles a ésta, o sea, elecciones previas a la libertad misma. Resulta, entonces, que en Sartre las decisiones de la consciencia, que harían a toda su esencia, están determinadas por una primer elección por parte de una existencia indeterminada, y es por esas decisiones ajenas a la consciencia que ésta misma debe ser responsable, ya que harían a su nueva esencia jamás elegida por aquella, lo cual es sin lugar a dudas un disparate. Así, todos estos elementos: esencia, existencia, hombre y libertad quedan, en la metafísica invertida de Sartre, totalmente confundidos en una sola cosa.
El tema anterior, pues, es abandonado en el texto sin ser tratado y termina derivándose en la noción de responsabilidad del individuo frente a toda la humanidad, a fin de aclarar que su subjetivismo es colectivista y no individualista, lo que no sólo no resuelve nada, sino que, además, nos introduce en otro error: cuando Sartre alude a la verdad de Perogrullo según la cual si un individuo toma una decisión X el total colectivo al que pudiera pertenecer se mueve estadísticamente en esa dirección X, lo que hace es confundir el todo con el resto, para darle así a toda decisión individual un carácter sociológico. Esto es tan tonto que rayana en la estupidez. Si yo llevo una vida solitaria en la Luna, sin contacto alguno con el género humano en la Tierra, y me caso –para citar el ejemplo de Sartre–, muevo al total del género humano hacia la monogamia en proporción de uno (en realidad de dos) sobre el total de humanos que existan en el universo. Pero eso no me hace ni por lejos responsable por toda la humanidad terrestre, ya que no influyo en manera alguna sobre ella. Soy responsable por “todos” en abstracto, en una proporción infinitesimal (la que me corresponde), y en nada responsable por los demás que constituyen el “resto”. Mis iguales son todos menos yo y nada más.
Luego Sartre, de una observación tan ridícula, concluye que a cada hombre, si tiene buena fe, debería importarle si en cada acto está realizando aquello que los demás pudieran hacer al mismo tiempo. Una suerte de kantianismo mal parafraseado en el que literalmente pregunta: “¿qué sucedería si todo el mundo hiciera lo mismo?”[8]. Veamos: todos pueden ser zapateros, pero no todos pueden ser zapateros simultáneamente. Ergo, el pobre diablo que eligiera ser zapatero estaría tomando una decisión privilegiada (de “mala fe”) y por eso debería pagar su responsabilidad frente al jurado de una hipostática humanidad colectivista sólo posible en su imaginación.
Unos párrafos adelante nos propone una interesante situación hipotética, aunque poco original –a mí se me ocurrió más de una vez como el “problema obvio” frente al caso de un milagro cualquiera–, en la cual Sartre pregunta cómo puede saberse con seguridad si la voz de un ángel no es acaso la de un demonio, o proviene de los abismos del subconsciente, o de un patológico estado alucinatorio[9]. Este problema no es, en el fondo, diferente al de la duda metódica cartesiana, y por ende, las respuestas que puede brindar el realismo moderado no serían acaso tan diferentes. Personalmente pienso que si la esencia de las cosas puede pasar el umbral de la percepción y llegar a aprehenderse en la conceptualización, entonces la incoherencia lógica de lo percibido, en tanto ontológicamente no-contradictorio, puede ser descubierta y filtrada por el pensar riguroso. Cierto es que en lo que concebimos como “ser un demonio” está implícita la posibilidad de tomar la forma que se desee, pero en esta idea se incluyen otras tantas sobre lo que concebimos como bueno, por un lado, y teológicamente revelado, por el otro. Casi lo mismo sucede con la mente de un alienado frente a un episodio esquizoide, del cual puede distanciarse para volver a la realidad. La decisión subjetiva acerca de la naturaleza de lo percibido no queda en uno mismo, sino que depende de la relación entre los entes percibidos y el pensamiento lógico (al menos como el marco de las opciones posibles –y pensables– a elegir de acuerdo a un criterio a su vez real que trasciende al sujeto). Proponer otra cosa es confundir la subjetividad del observador con un relativismo gnoseológico. Además: ¿es posible un subjetivismo colectivista?[10] Me extraña que Sartre haya tenido la cortedad de miras como para no ver el problema: Si acaso tengo que decidir arbitrariamente qué será bueno o malo, real o irreal, y pensar en cada caso que eso implica a toda la humanidad ¿por qué no pensar antes si esa humanidad es algo bueno o malo, real o irreal? ¿No quedará siempre en cada individuo la decisión de “qué” son los “otros”, y si acaso existen realmente?
Al confundir naturaleza humana con determinismo resulta que la única forma de ser libre es no tener naturaleza alguna. Pero sin naturaleza alguna no será el hombre quien sea libre, sino la libertad misma. La libertad no sería una propiedad de eso que llamamos hombre, sino que el hombre mismo sería la libertad. Sartre lo afirma: “el hombre es libertad”[11], pero ¿libertad de quien? La libertad haría al hombre. Dicho lo cual no sería el hombre quien sería libre, sino la libertad la que sería libre. El mismo hecho de ser humano sería una limitación para la humanidad, entonces: ¿por qué no dejar de serlo? En cuanto a la cuestión de la libertad, una antropología solipsista de este tipo hace de las acciones de un hombre el hombre mismo. Esto significa que el hombre no puede, en realidad, elegir nada. Elige siempre con una sola opción y es la que termina realizando. El hombre sartreano es un sonámbulo que descubre cuáles fueron sus decisiones una vez hechas. No descubre sus posibilidades mirando hacia el futuro sino mirando hacia el pasado, cuando las elecciones ya no tienen sentido alguno.
La premisa es falsa. Cuando Sartre plantea que una persona descubre la constitución del valor de un sentimiento hacia alguien, dependiendo de qué haga por ese alguien, lo que hace es infilitrar una premisa lógica falsa y de allí proceder lógicamente. Él mismo admite haber entrado entonces en un “círculo vicioso”[12]. Luego se procede reiteradamente a la afirmación dogmática e infundamentada: el sentimiento se construye con actos y no es previo al acto mismo por lo cual no puede ya ser consultado para la realización del acto (a lo cual se puede contestar que si Sartre tuviera razón no existirían los arrepentimientos). Y –otra aseveración de Sartre– si se elige a un consejero es porque ya de antemano se sabrá la respuesta (lo cual es un determinismo aleatorio de las decisiones, cuando no un voluntarismo –una versión pueril y deformada de la libertad escotista de la indiferencia[13]–). Nuestro filósofo no puede ocultar el forcejeo con sus propias ideas intentando lograr que éstas calcen a como de lugar en la doctrina que quiere justificar, así como tampoco el miedo por el cual escapa de una cuestión intentando ocultar las pruebas bajo la alfombra de su moralina colectivista, presumiendo que nadie tendría por qué criticarlo. Lo que debería ser entonces un ensayo de filosofía se vuelve una lucha contra sus propias debilidades, y en el linde con lo grotesco, casi podríamos decir un “breve manual del buen existencialista”.
Si vamos a sacar algo útil de esta revisión ácidamente crítica de El existencialismo es un humanismo podríamos decir lo siguiente:
La libertad de la consciencia reside en una creatividad indeterminada, y es ésta la que moldea a la consciencia; sin embargo, la consciencia es anterior a sus decisiones y no se ha creado enteramente a sí misma. Para ser libre debe poder elegir entre opciones dadas y hasta formular nuevas, pero antes que nada debe existir. No es la libertad (o lo que Sartre llama existencia del hombre) quien elige, sino la consciencia (lo que Sartre llama la esencia del hombre). Pero esto no significa determinismo alguno ya que esta existencia nace desde, pero crece fuera de la esencia humana y con independencia de ésta (lo que no implica aislamiento). La existencia tiene una, si se quiere, identidad y, a su vez, una personalidad, una esencia, pero esta identidad esencial no imposibilita su libertad, sino todo lo contrario: es la que la hace posible. En cierto modo “la mente autoconsciente posee una personalidad, algo así como un ethos o un carácter moral, siendo en parte producto de acciones pasadas. […U]na gran parte de la formación se consigue realmente por las acciones libres del pasado. Ahora bien, se trata de una idea importante, aunque muy difícil. Quizá se pudiese intentar comprenderla considerando que el cerebro está de hecho formado en parte por estas acciones de la personalidad y del yo. Es decir, puede considerarse que la parte del cerebro formada por la memoria es en parte un producto del yo.”[14]
La voluntad libre es una propiedad de la consciencia del hombre individual, que opera sobre la evolución de la esencia del hombre individual. La esencia humana impone a la elección libre sus limitaciones y condiciona en gran parte el contenido dentro de esos límites, pero ésta, por pequeño que sea su margen, es absoluta en tanto es libre. Sus elecciones no varían necesariamente de variarse la personalidad sobre la que subsiste el libre albedrío. La existencia donde reside la libertad tiene una identidad y una personalidad, y es esta identidad la que elige, pudiendo inclusive elegir cambiar su propia personalidad. Incluso cuando la identidad se cambia a sí misma, es desde sí que lo hace. El producto resultante es una continuación de lo que era. La continuación es siempre algo indeterminado y, sin embargo, no aleatorio. Pero hay más, ya que el libre albedrío es aún mucho más que esto. Nuestra esencia no condiciona nuestra libertad: somos nuestra esencia y somos también, desde ella, nuestra libertad. Nuestra naturaleza está abierta, es creativa de sí misma y sin embargo no es aleatoria, y esto significa que eso más propio del espíritu que es el libre albedrío, es algo de una infinita e insondable profundidad. Allí es donde vive el yo.
Sartre pretende escapar de la noción determinista propia del materialismo y, sin embargo, se encuentra tan atrapado en ella que la negación que pretende defender no es otra cosa que su afirmación: sólo se podría escapar de la determinación careciendo de esencia. El verdadero indeterminismo reconoce que puede haber historia y a la vez libertad. Si Sartre hubiera sido más riguroso en su razonamiento habría descubierto que si nuestra esencia condicionara nuestra existencia, entonces al mismo momento en que la existencia creara la esencia se estaría condenando para toda la eternidad; y si la existencia persistiera en ser independiente de la esencia aun luego de haberla creado, entonces de nada serviría descubrirse a sí misma en las elecciones pasadas.
Para terminar con el artículo de Sartre podemos enumerar unos breves comentarios más: 1) Sus pretensiones de unir el existencialismo y el marxismo fallan desde el comienzo por su desconocimiento de la posición que toma la ética dentro del materialismo histórico. Cuando plantea que él no sabe si la colectivización llegará a realizarse comete un doble error: a) el historicismo marxista define como inevitable este hecho histórico y por ende sostiene será inevitable que la voluntad del revolucionario marxista será dialécticamente producida por el proceso histórico y vivida desde dentro del sujeto como decisión libre; b) ignora que al plantear la cuestión en términos de desconocimiento del futuro lo que hace es abandonar el historicismo marxista, y al hacerlo, también echa por tierra la justificación de la colectivización dentro de la ética marxista –e incluso también tanto su aplicación como forma de apropiación por parte de una clase naturalmente no propietaria de capital, como su fundamentación para beneficio de la clase proletaria–; 2) No explica qué significa “captarse sin intermediario” a la hora de conocer la verdad. Si las decisiones libres requieren del conocimiento de la verdad, ¿qué significa conocerse a sí mismo si la esencia no es tal?; 3) Un verdadero círculo vicioso reaparece cuando Sartre pretende descubrir la verdad en una suerte de subjetividad colectivista, siendo que el sujeto cognoscente es siempre individual y los otros son parte de esa subjetividad: Si el hombre no es otra cosa que el reconocimiento que los otros tienen de él, entonces ya no es responsable salvo de obedecer a los demás y si para colmo éstos son la condición de su existencia, entonces esos otros tendrán la capacidad de juzgar a los demás pero no a sí mismos, cosa que sin embargo el juzgado no podrá hacer, ya que de hacerlo podrá, valga la aclaración, juzgar que no tiene por qué ser juzgado por sus iguales. Si lo que vale son los otros, ¿quiénes serán esos otros? ¿la mayoría? Si los hombres individuales no son nada salvo el reconocimiento que los otros como conjunto social tengan de estos, entonces para Sartre los judíos bajo el Tercer Reich habrían sido exactamente lo que la totalitaria sociedad alemana de entonces pensaba de ellos, o sea: enemigos raciales merecedores de deportación en masa y aniquilación física también en masa. En este subjetivismo multiculturalista los judíos habrían sido la imagen reflejada de sí mismos dentro de la cultura hitleriana. Por esto es que cuando Sartre dice que en la intersubjetividad el hombre decide lo que es y lo que son los otros, no hace sino ofrecernos una mentira peligrosísima. Aun aceptando este subjetivismo el hombre o bien decide lo que es, ó lo deciden los otros: no pueden hacer ambas cosas; 4) A pesar de giros argumentales varios, en ningún momento llega Sartre a explicar el origen de las decisiones libres responsables en contraposición a las decisiones “caprichosas” (aleatorias), y en el ejemplo analógico del cuadro[15] sigue sin explicarse: a) si no se sabe de dónde surgen los valores para la creación del cuadro para que su creación no sea caprichosa, entonces de poco sirve hablar de la estética del cuadro a posteriori; b) aun el ejemplo inútil de la coherencia del cuadro no sirve para hablar de criterios objetivos, ya que ¿qué se supone sería esta “coherencia” para ser juzgada? Entre “la voluntad de creación y el resultado” puede haber mucha coherencia pero lo creado ser estéticamente deplorable; 5) El reproche de gratuidad de la elección no es algo absurdo. Es muy cierto que lo gratuito en Sartre es “a priori”, no “a posteriori”, y precisamente por eso se hace la acusación de gratuidad e irresponsabilidad, puesto que “a posteriori” no se elige nada y la responsabilidad ya de poco sirve. ¿Nunca va a juzgar Sartre las acciones que él considera indeterminadas?; 6) Que los valores existan con anterioridad a la elección no significa que sean conocidos, y aun de ser conocidos pueden ser rechazados. He ahí el secreto de la elección moral: podemos rechazar los valores en los que creemos o bien, incluso, equivocarnos en cuanto a éstos –aun en éste último caso decir que la elección es subjetiva no significa que la elección sea arbitraria o irracional, ni hace a los valores elegidos subjetivos–, pero toda opinión sobre lo bueno o lo malo tiene sentido si creemos que la verdad es algo objetivo y absoluto que puede ser parcialmente alcanzado (Sartre acepta esto con más intermitencia que una lámpara de corriente alterna). La libertad tiene sentido en relación con la realidad: la libertad exterior es valiosa ya que nos permite buscar la verdad sin interferencias utilitarias que la subordinen, pero no porque en sí misma sea creadora de la verdad.
Es revelador, también, descubrir el sentido que Sartre tenía del compromiso, ya que él mismo se hace sujeto de su propia filosofía. Dudo, por ejemplo, que cuando fue colaborador en el aparato de propaganda de Stalin, haya recordado haber dicho: “no puedo tomar mi libertad como fin si no tomo igualmente la de los otros como fin”. Sartre escribió: “hay que tomar las cosas como son”; curiosas palabras viniendo de alguien que dijo que no se toman las cosas como son, sino que son como las tomamos.
Para rematar, cuando Sartre habla en nombre de todos los existencialistas, no hace más que embarrarse en su propio lodo: el mismo Heidegger tuvo que salir a hablar por su persona, romper la idea de un movimientismo existencialista y declarar que el existencialismo no tiene nada que ver con “un esfuerzo por sacar todas las consecuencias de una posición atea coherente”. Hablando en nombre de todos, Sartre dice que lo que él llama existencialismo no cambiaría en nada aunque Dios existiera, lo cual parece ser coherente hasta que se piensa en qué forma la posición de autoridad del solipsismo colectivo sartreano podría sostenerse, siendo que tampoco debería cambiar nada si los demás hombres existen o no. Heidegger explica: “Todo nacionalismo es, metafísicamente, un antropologismo y, como tal, un subjetivismo. El nacionalismo no es superado por el mero internacionalismo, sino que simplemente se amplía y se eleva a sistema. El nacionalismo se acerca tan poco a la humanitas de este modo como el individualismo mediante el colectivismo ahistórico. Este último es la subjetividad del hombre en la totalidad. El colectivismo consuma la autoafirmación incondicionada de la subjetividad y no permite que se vuelva atrás. Ni siquiera permite que se la experimente suficientemente mediante un pensar parcialmente mediador. Expulsado de la verdad del ser, el hombre no hace más que dar vueltas por todas partes alrededor de sí mismo”[16]
Ciertamente Sartre no defiende la idea de una forma debida de ser humano (propio del humanismo comteano –no necesariamente fascista–, y, hay que decirlo, del falso humanismo marxista[17] –necesariamente de peores consecuencias que el fascismo[18]–); Sartre sostiene la idea según la cual el hombre debe creer que puede tomar cualquier forma y considerar esa idea un deber. Parafraseándolo, los cristianos podrían contestarle: “El existencialismo es un pesimismo, una doctrina de la pasión, y sólo por su desesperación, confundiendo su propia fe con la nuestra, es como los existencialistas pueden acusarnos de mala fe”. Claro que cabría hablar sólo de Sartre.



[1] Cfr., Jean Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo. Véase en internet.
[2] Cfr., Kenneth Minogue, La teoría pura de la ideología, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1988, pp. 195-235
[3] Cfr., Guy Sorman, Los verdaderos pensadores del siglo XX, Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1989, pp. 111-112
[4] Cfr., Peter Collier and David Horowitz, The Anti-Chomsky Reader, Encounter Books, 2004
[5] La interpretación genérica del subjetivismo protagórico es la que en vez de tomar a un conjunto social autónomo que puede -que más que menos- establecer una uniformidad de criterios, toma a la humanidad en general. Esto es mucho más complicado, ya que si hablar de “sociedad” en sentido orgánico de Pueblo (Volk) es una hipóstasis colectiva un poco tirada de los pelos, ya hablar de humanidad más allá de lo biológico o de esencias ontológicas, es todavía más complicado si lo que se quiere es atribuirle juicios perceptuales propios. Que yo sepa la humanidad no tiene forma de adoptar uniformidad de juicios perceptuales (o de lo que fuera) en tanto ésta no depende directamente para su existencia de un conjunto colectivo social internacional, así que decir que para Protágoras era la humanidad la "medida de todas las cosas" significa que según él todos tendríamos una medida patrón por cada cultura o sociedad, y otras tantas por cada individuo, y todas esas hechas una en cada uno de nosotros. La verdad es que ya me parece hilar muy fino.
[6] Cfr., Karl Popper y Konrad Lorenz, El porvenir está abierto, Barcelona, Tusquets, 2000
[7] Cfr., Étienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, España, RIALP, 2004, p. 286
[8] Sartre, Ob. cit.
[9] Cfr., Ibidem
[10] Cfr., George Orwell, 1984, Barcelona, Ediciones Destino, 1997, pp. 259-260
[11] Ob. cit.
[12] Ibidem
[13] Cfr., El espíritu de la filosofía medieval, p. 285
[14] Karl Popper y John Eccles, El yo y su cerebro, Barcelona, Labor, 1993, p. 532
[15] Cfr., Jean Paul Sartre, Ob. cit.
[16] Cfr., Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo, Madrid, Alianza Editorial, 2000. Véase http://personales.ciudad.com.ar/M_Heidegger/carta_humanismo.htm
[17] P. C. Roberts y M. A. Stephenson, Marx: cambio, alienación y crisis, Madrid, Unión Editorial, 1974, pp. 137-144
[18] Cfr., Friedrich Hayek, Camino de servidumbre, Madrid, Alianza, 2003, pp. 208-244