domingo, 31 de diciembre de 2006

Capitalismo de Estado y socialismo de mercado como atajos ideológicos

“Capitalismo de Estado” y “socialismo de mercado” son esas consignas talismánicas que logran desviar el juicio crítico hacia la potenciación de ciertas preconcepciones culturalmente establecidas. Son adoptadas incluso por quienes ven perjudicadas sus posiciones políticas debido a la generalización de estos prejuicios, pensando muchas veces que les benefician. ¿Por qué son acríticos estos conceptos? Porque así lo posibilitamos. No tendrían por qué serlo. El mainstream socialista es el telón de fondo que los hace posibles. ¿Por qué estos conceptos generalmente inclinan la balanza en un solo sentido? ¿Por qué son falsos? ¿Por qué es importante desecharlos? Intentaré explicarlo a lo largo de este artículo.

Hagamos un paralelismo con la falacia de la pregunta múltiple, sólo a modo de analogía, porque será útil para demostrar lo que realmente sucede cuando se usa este tipo de conceptos retóricos. Veamos la definición de este tipo de falacia:

En la medida en que toda pregunta solicita una información, en lugar de darla, no es una proposición, y no puede ser verdadera ó falsa. Pero hemos visto que el significado de las preguntas depende de las suposiciones implícitas. Por ejemplo, la pregunta: “¿por qué los muchachos se parecen a sus tíos maternos más que a los paternos?”, da por supuesto dicho parecido. […] Mediante este procedimiento, a menudo infiltramos en nuestras preguntas proposiciones falsas y luego procedemos a probar otras con su ayuda. Cuando discernimos la falsa suposición contenida en la pregunta, advertimos que tales pruebas son ilusorias y no tienen fuerza lógica alguna. En los interrogatorios, los abogados suelen tender trampas a los testigos, haciéndoles dar testimonio (y por ende, probar ante el jurado) de una proposición falsa que ellos introducen como parte de una pregunta; ya sea que la respuesta fuere afirmativa o negativa, implicará admitir algo que el testigo no admitiría si se planteara el punto de manera directa[1].

Ahora veamos qué ocurre con un oxímoron como “capitalismo de Estado”. Se utiliza comúnmente en el contexto de la defensa del concepto de “socialismo”, para amnistiar a este frente a cualquier acusación dirigida contra las realidades que imperaron bajo el llamado “campo socialista” soviético, e incluso contra las que hasta no hace mucho regían bajo la influencia del “socialismo árabe”.

Ante el fracaso económico y político de la Unión Soviética, e incluso ante el fracaso de sus satélites, como Cuba y Alemania del Este, se nos contesta con frecuencia: “eso no fue socialismo, sino capitalismo de Estado”. Esta muletilla no es nueva: fue utilizada por los estalinistas y los maoístas contra el burocratismo de Kruschev en adelante, la utilizaron los trotskistas contra Stalin, la utilizan muchos marxistas incluso contra Lenin y contra todo el régimen soviético, por no hablar de ciertas izquierdas postmodernas que quieren ser marxistas sin historicismo y colectivistas sin partido único. No tiene caso destacar lo contradictorio que es todo esto con respecto al marxismo, y cómo, si se adapta esta doctrina a las hipótesis conspirativas ad hoc que explicarían el fenómeno del “capitalismo de Estado”, resulta que del materialismo histórico nos queda poco menos que nada[2]. Lo que importa es señalar el núcleo de este recurso retórico y explicar su funcionamiento.

Cuando comentamos las fallas teóricas y prácticas de un sistema socialista y se nos contesta que dicho sistema no es en realidad “socialista” sino “capitalista de Estado” porque, por ejemplo, existiría una “nomenclatura poseedora de los medios de producción”, hay varios supuestos previos que ningún opositor al socialismo podría aceptar conscientemente, pero que sin embargo a un nivel inconsciente jamás fueron refutados y sirven de palanca para que la réplica funcione. Si intentamos refutar la contestación sin responder a estas presuposiciones, ya estamos aceptando, por ejemplo y para empezar, que puede existir algo como “capitalismo de Estado”, estamos aceptando que el “capitalismo” es algo malo (y que el problema no es el Estado), estamos aceptando que capitalismo es sinónimo de “posesión por una minoría de los medios de producción”, que el socialismo sería “posesión por una mayoría de los medios de producción” (como si fuera poco estaremos aceptando que esto último es per se algo bueno), y, además, estaremos olvidando el carácter esclavista que, en términos marxistas, tendría la transformación socialista del trabajo en propiedad colectiva si acaso fuera administrada por una clase separada, y le estaríamos atribuyendo al capitalismo la posibilidad de incluir dentro de sí este carácter de -continuando con la terminología marxista- cuasi “modo de producción asiático”. O sea: un estatismo esclavista también sería capitalismo porque sería esclavista. De hecho, al confundir todas estas definiciones, lo que la izquierda logra es sumergir al interlocutor nuevamente en el prejuicio generalizado según el cual la explotación se define, no por el hurto de una propiedad predefinida, sino por la desigualdad social entre grupos con diferentes formas de ingreso económico. Y logra impedirnos siquiera pensar el hecho de que la explotación es una expropiación del trabajo ajeno, y que podría darse en una sociedad sin clases, que el socialismo podría ser fácilmente compatible con esta explotación, y que a su vez esta explotación socialista podría darse sin o con una sociedad con clases.

Lo que logra la simplificación de este burdo igualitarismo social es nada menos que demostrar cómo los prejuicios marxistoides han calado hondo en las consciencias de sus opositores. En cualquier otra situación, ante una objeción tan espuria como: “pero el régimen X no era en realidad socialista sino capitalista de Estado”, la respuesta habría sido: “ojalá así hubiera sido, pero es difícil de encontrar un Estado interesado en vender productos con su propio dinero, en vez de expropiar a sus clientes”. Pero no; enseguida frente al concepto de “capitalismo de Estado” es frecuente situarse a la defensiva y, aunque parezca broma, tomar posición no contra el término “Estado” sino contra la palabra “capitalismo”. Si alguien nos dijera: “eso no fue socialismo, sino estatismo” veríamos la trampa mucho más fácilmente: ¿por qué es contradictorio el estatismo con el socialismo? ¿Acaso no puede haber un socialismo de Estado? Es cómico, pero resulta que terminamos viendo como más probable la existencia de un “capitalismo de Estado” que la de un socialismo de Estado. Si vemos dentro de un sistema socialista la conformación de una clase económica burocrática deberíamos preguntarnos ¿acaso puede ser de otra forma? No es necesario diferenciar socialismo del subconjunto del socialismo obrero, para comprender que incluso este último requeriría de toda una clase de funcionarios públicos administrativos; sin contar que, en realidad, en un sistema socialista todos los empleados serían empleados públicos, y por ende apenas diferentes en su forma de trabajo a la de sus administradores, los funcionarios asalariados (no es extraño que una frase aparentemente común entre los obreros rusos haya sido: “nosotros hacemos como que trabajamos y ellos hacen como que nos pagan”)

Pero volvamos a la cuestión anterior: si acaso se nos ocurre aceptar la definición caprichosa según la cual llamamos “capitalismo” a cualquier sistema con una clase poseedora de los medios de producción, y así lograr el efecto psicológico de, por un lado, bastardear el individualismo empresarial “burgués” y todas sus características reduciéndolo a la mera existencia de clases sociales, y por el otro asociar todas las características del capitalismo (mercado libre, producción para el consumo, propiedad privada de los medios de producción) a cualquier sistema no-capitalista: esclavista y/o estatista, lo único que logramos es criminalizar al capitalismo por los pecados de sus enemigos, y encima afirmar que esos enemigos son realmente malos porque son capitalistas.

Sin duda el capitalismo implica una sociedad con clases, pero ¿son acaso el problema de los regímenes colectivistas la existencia de clases sociales? ¿o lo es la violación sistemática de la propiedad privada con independencia de que forme o no clases sociales? Suponiendo que la existencia de las mismas implique propiedad privada -que como veremos más adelante no es así- ¿significa acaso que el respeto de la propiedad privada es la causa de los males de los regímenes colectivistas y no su supresión? Si se supone que la explotación es el problema, también en este caso se termina presuponiendo que su abolición depende de un establecimiento pleno y sin fisuras de una propiedad colectiva, y no por el contrario de un derecho pleno a la propiedad privada sobre los logros personales.

Podríamos concluir que, al definir al capitalismo como explotación, si rechazamos la teoría marxista del valor por tiempo de trabajo, el socialismo obrero sería “capitalista”. Y, si definimos capitalismo por propiedad de los medios de producción por parte de una minoría, entonces el burocratismo soviético sería un “socialismo capitalista”.

La única forma con la que los socialistas pueden solucionar este problema es simplificando la cuestión al máximo: capitalismo será, a la vez, la explotación de una mayoría por parte de una minoría (nunca a la inversa) y la propiedad de los medios de producción por parte de esa misma minoría, y socialismo será la abolición de toda explotación y la propiedad de los medios de producción en manos de todos. ¿Es esto así? ¿Es esta asociación inevitable? No necesitamos adentrarnos en la discusión acerca de qué es explotación y qué no lo es. La teoría marxista y la austríaca tienen posiciones encontradas al respecto[3]. Pero para lo que deseamos explicar baste decir que se puede explotar sin poseer los medios de producción. Luego, una cosa no implica necesariamente la otra. ¿Es pensable que los medios de producción terminen en manos de una minoría no explotadora? Sí, bien sea porque no se acepte la teoría del valor-trabajo de Marx y Engels, bien porque, aun de aceptarse el obrerismo marxista, se suponga –haciendo un ejercicio mental para cubrir la posibilidad– que la mayoría viva sin trabajar –en el sentido marxista: manualmente– a costa de los que poseen y trabajan –también en sentido marxista– dichos medios de producción. También la propiedad de los medios de producción en manos de todos no aseguraría contra la explotación, si acaso la posesión total exigida es una condición forzosa con independencia del hecho de que no todos sean sus creadores. ¿Pueden terminar estos “medios de producción en manos de todos” posibilitando la existencia de una “democrática” mayoría explotadora? Sí, y esta situación -no tan hipotética como parece- sería teóricamente aceptable incluso para los marxistas.

Si no necesitamos la propiedad en manos de todos para abolir la explotación, sino que por el contrario podría posibilitarla, entonces no necesariamente habrá explotación allí donde todos no tengan medios de producción. Vimos que, si somos marxistas y pensamos que el trabajo obrero es la fuente del valor y no los bienes creados por el trabajo, entonces, o bien todos deberían tener medios de producción –ya que de otra forma los obreros trabajarían para quienes los proveyeran de capital–, o bien la minoría debería hacer todo el trabajo manual en lugar de la mayoría. Y vimos que, si no somos marxistas y pensamos que los bienes creados son la fuente del valor, entonces no tenemos por qué pensar que hay explotación donde no todos tengan medios de producción.

Volvamos entonces a las definiciones. ¿Es socialismo que todos tengan medios de producción? La respuesta es: no. Socialismo es algo más específico, y así es que nos acercamos a su verdadera definición. El socialismo significa, en principio, que la sociedad de todos los individuos posee todos los medios de producción. Es una posesión conjunta y colectiva. Pero es algo más: es una posesión independiente de sus miembros. No es posesión fruto de la asociación de propietarios asociados. Es posesión de la sociedad a la que los individuos se asocian. No es una diferencia sutil, sino abismal: es la diferencia entre el individualismo y el colectivismo. El socialismo implica una propiedad colectiva, y no hay socialismo completo sin una colectivización completa. Quien propone colectivismos obreros separados, por ejemplo fábrica a fábrica, de lo que estará hablando es de socialismos múltiples dentro de una misma sociedad, pero no de una sociedad socialista.

Por otro lado, cualquier socialización se aplica sobre un conjunto determinado con independencia de sus miembros. Por ejemplo, si se establece como bien social un club, luego participarán de la propiedad colectiva quienes sean miembros del club, pero el control común será no de los miembros fundadores del club sino de los miembros que participan en el mismo de alguna forma, y en tanto miembros. No sucede lo mismo en una sociedad comercial o en cualquier otra asociación libre. En esta asociación los miembros crean un ente que manejan en conjunto y que funciona socialmente, pero que en una última instancia es de los particulares. Es propiedad privada, y como tal responde a propietarios individualizados con nombre y apellido. El control está, por derecho, en los asociados creadores, y no en la asociación misma. Si un individuo se desprende de la sociedad alterará la naturaleza de lo que la asociación posee. En una asociación libre cada miembro compró una parte de la propiedad conjunta, y aunque la administra en sociedad, ésta sigue siendo de cada uno en parcelas definidas y convertibles a una propiedad dividida. Esta es la diferencia entre una asociación y una socialización, entre las sociedades privadas y las públicas.

Entonces: ¿es capitalismo que unos pocos tengan medios de producción? Tampoco. Sólo la propiedad privada hace posible la renta del capital, y sólo los ingresos limitados a la misma hacen posible tanto la tendencia a su acumulación como el predominio del criterio de dirección empresarial en lugar del burocrático, esto es: la búsqueda creativa de nuevos mercados en vez de la provisión de raciones, el estímulo del lucro en lugar de los salarios administrativos. El capitalista tiene su propia fortuna en juego. El socialista tiene la ajena.

Ni siquiera se pueden tomar en consideración las desigualdades económicas para considerar la existencia de desigualdades sociales en los regímenes marxistas:

[…] La desigualdad económica [socialista], comparada a la desigualdad occidental, es de tipo diferente. Esta desigualdad, en el sistema soviético, está unida a la función y no a la persona: es una desigualdad de renta y no de capital. Casi no existen posibilidades de desigualdad importante de capital en la Unión Soviética, pues el capital privado apenas tiene lugar.

Tomaré un ejemplo sencillo. Se sabe que el director de empresa, en la Unión Soviética, tiene un gran número de facilidades que hacen su vida comparable a la de un empresario occidental: puede contar con un chalet, un automóvil, una renta importante e incluso con algunas cosas más. Hay, en cada empresa, un fondo de primas de rendimiento de la productividad, constituido por las cifras entregadas a la empresa cuando los resultados obtenidos son superiores al Plan, eso que vulgarmente llamaríamos ganancias, aunque el mecanismo sea algo distinto. Ahora bien: de dichos fondos o primas el director de la empresa recibe una parte considerable, pero estas ganancias van a sus manos sólo en tanto que su función de director de empresa se mantenga. Por otra parte, ni el chalet ni el automóvil ni ninguna otra cosa son su propiedad privada. Por consiguiente, las desigualdades en las formas de vivir son comparables, tal vez un poco menos acentuadas, a las desigualdades occidentales –pero son desigualdades de función.

[…]

Sea lo que fuere, la desigualdad unida a la estructura burocrática y a la jerarquía burocrática de la sociedad es una desigualdad que puede ser considerable: la jerarquía de los salarios puede ir de 1 a 40. Pero es perpetuamente revocable en el sentido de que se puede fracasar y de que no puede ir tan lejos como la desigualdad debida a la acumulación privada de capital.

La cuestión a plantear desde ese momento es la siguiente: una sociedad de este orden, ¿conlleva o no a la reconstitución de las clases sociales?

Como es habitual, esto depende del sentido que se le dé a la palabra «clase». Si, siguiendo a Marx hasta el final del El capital, se definen las clases por el origen diferente de las rentas, la respuesta es muy sencilla: no hay clases sociales en la Unión Soviética. No hay clases porque todas las rentas de todos los miembros de la sociedad tienen el mismo origen, que es la renta del trabajo, el salario o el sueldo. Hay, naturalmente, desde que existen empréstitos, determinadas rentas de los empréstitos, pero esto no trae muchas consecuencias y no desempeña ningún papel importante. Por otro lado, si se ha dicho de una vez y para siempre que el origen de las ganancias es la plusvalía en un sentido marxista, es bastante claro que no hay plusvalía en la Unión Soviética. En un sentido estrictamente marxista es válido decir que la sociedad soviética no entraña clases en el sentido occidental del término, ya que es una sociedad homogénea desde el punto de vista del origen de las rentas.

Pero si tomamos la palabra clase en otro sentido, distinguiendo las clases sociales según su manera de vivir, según el nivel de las rentas y según la distinción social o moral entre los diferentes grupos, en este sentido creo que hay distinciones de clases en la Unión Soviética, pero distinciones infinitamente más simples que en las sociedades occidentales. Hay, en el fondo, la distinción más clásica en la mayor parte de las sociedades históricamente conocidas, esto es, la distinción entre el grupo superior, aquel que ejerce las funciones de dirección, los ejecutantes medios y las masas populares, o sea: la distinción ternaria clásica entre lo alto, lo medio y lo bajo.[4]

El capitalismo es la propiedad privada de los medios de producción y el socialismo la propiedad pública de los medios de producción. La cantidad de los participantes en una u otra forma de propiedad no le da a las mismas el carácter de “privada” o de “pública”.

Lo “público” no equivale a “todos y cada uno” sino a la totalidad colectiva de un grupo independientemente de sus integrantes, esto es: el grupo es quien tiene el derecho de propiedad, y quien llegue a la cabeza de la administración decide la posesión eventual que se asigne a los individuos. Lo “privado” no equivale al “conjunto de unos pocos” sino a los individuos particulares independientemente de su cuantía, esto es: los individuos tienen derechos de propiedad, y todos los bienes considerados, independientemente del uso, tienen asignado un individuo particular.

Lenin tuvo el cinismo de continuar la definición de Estado como maquinaria sólo útil para la represión de una clase por otra, mientras que simultáneamente la proclamaba como el único instrumento a través del cual la sociedad podía administrarse colectivamente a sí misma. A través del colectivismo total socialista el pueblo proletario debía ejercer, no sólo la propiedad sobre los medios de producción, sino además la represión de los obreros disidentes, o sea, la vigilancia del proletariado sobre sí mismo para forzarse a cumplir con la ideología de la lucha de clases. En El Estado y la revolución repite la carta de Engels a Bebel, en la cual Estado y libertad son tratados como antónimos, mientras que acto seguido amplía la propuesta de represión, del reducido margen de los adversarios de las clases enemigas, hacia el eterno horizonte de los adversarios entre las clases “populares”, aclarando inclusive que esta persecución estatal no culminaría con la desaparición de los capitalistas expropiados, sino con una condición: que todos estén dispuestos a acatar las “reglas de convivencia” de la sociedad socialista por costumbre, esto es: la obediencia, sin secesión posible y no contractual, de todos los individuos a la dirección centralizada del “pueblo entero” que organizaría todas las relaciones sociales. ¿Y qué sucede con el Estado en la transición hacia el comunismo con respecto a la tutela de la administración sobre la economía? No se sabe, pero nada se nos dice al respecto, sólo que ya no se llamará “Estado”. La cuestión es que en el comunismo la planificación central continúa -como no podía ser menos- estando en manos de una organización centralizada.

Debemos recordar que si la única forma que el marxismo concibió para que el “pueblo organizado” controlase la economía fue ni más ni menos que mediante esa “máquina especial de coerción” que es el Estado, es porque el colectivismo total -del cual todos los obreros individuales serían asalariados- no puede sostenerse sin una intervención permanente y agresiva de la dirección central sobre la vida económica de los ciudadanos socialistas[5], sea que se acepte por la violencia o por “costumbre”.

En cualquiera de las “dos fases del comunismo” la relación entre “administración popular” y obreros individuales es netamente disciplinaria. Aunque el marxismo y su ya oxidado magisterio leninista pretendan esquivar el problema, lo cierto es que la inclusión progresiva de todos en esta democracia totalitaria no reduce la necesidad de la misma. La obediencia plena a la dirección democrática no cambia el hecho de que dicha dirección permanezca como una necesidad perenne. Por esto es que Mises burlonamente aclaraba que, a menos que se trate de la abolición de la división del trabajo, no hay diferencia entre socialismo y comunismo. Aun cuando de alguna mágica forma jamás realizada los “obreros armados” llegaran a “sustituir” a los “burócratas” en la contabilidad y el control de la producción, a la hora de volver a sus casas donde deberán obedecer dicho control, alguien tendrá que quedarse en el ministerio de planificación para seguir dando las órdenes: un funcionario público inevitablemente estará controlando la economía. No se puede trabajar y vivir en asamblea simultáneamente.

En cualquier caso fue dentro de estos términos que Lenin describió al socialismo, y ciertamente no dejó mucho lugar para confusiones:

Contabilidad y control: eso es lo principal que se necesita para “poner a punto” y hacer que funcione bien la primera fase de la sociedad comunista. En ella, todos los ciudadanos se convierten en empleados a sueldo del Estado, el cual no es otra cosa que los obreros armados. Todos los ciudadanos pasan a ser empleados y obreros de un solo “consorcio” del Estado, de todo el pueblo. El quid de la cuestión está en que trabajen por igual, observando bien la medida de trabajo, y reciban por igual. El capitalismo ha simplificado en extremo la contabilidad y el control de esto, reduciéndolo a operaciones extremadamente simples de inspección y anotación, al alcance de cualquiera que sepa leer y escribir, conozca las cuatro reglas aritméticas y pueda extender los recibos correspondientes.

[…E]ste control será realmente universal, general, del pueblo entero, y nadie podrá eludirlo, pues “no tendrá escapatoria”.

Toda la sociedad será una sola oficina y una sola fábrica, con trabajo igual y salario igual.[6]

Es un hecho admitido por Marx que el poder público no desaparecerá en el socialismo, pero resulta que tampoco éste podrá perder eso que los marxistas llaman “carácter político”. Si difícilmente podría hacerlo un movimiento socialista que pretende crear una “economía” que requiere el uso permanente de la fuerza, mucho menos podrá hacerlo una ideología clasista, que exige el uso de esa fuerza por parte de una clase personificada en el poder público, mientras la ejerce sobre sus miembros que individualmente personifican a las clases enemigas.

Cuando se habla de capitalismo de Estado o de socialismo de mercado se suele olvidar que, de aceptarse, habría dos opciones restantes: capitalismo de mercado y socialismo de Estado. Luego sería inevitable preguntarse cual es la distinción esencial y causal entre el capitalismo de mercado y el de Estado, entre el socialismo de Estado y el de mercado.

Habría que preguntar a quienes pretenden dislocar al mercado del capitalismo y al Estado del socialismo: ¿qué es el Estado y qué es el mercado? ¿En qué se diferencian, cómo y por qué? Ambos conceptos obligarían a pensar en la cuestión de la propiedad, en las diferentes –pero relacionadas– dicotomías privado-público, individual-colectivo, particular-social, personal-comunal, y llevarían a preguntarse por qué resulta que están inevitablemente ligados, entre sí, el individualismo, la división del trabajo, la propiedad privada, el mercado y eso que para bien o para mal damos en llamar capitalismo.

A manera de síntesis: un sistema colectivista total no deja de ser socialista para ser capitalista porque coexistan clases sociales o económicas; si hay clases sociales no necesariamente será capitalista, pero si es capitalista, entonces no podrá ser de Estado; si es parcialmente de Estado -ya no será colectivista- será parcialmente no capitalista, y si hay clases sociales subsidiadas o privilegiadas por el Estado, entonces, o bien desde un principio no eran capitalistas sino que obtenían sus ingresos por otros medios, o si lo eran ya no actuarán como capitalistas; si el sistema es completamente de Estado será socialista, y entonces habrá clases de otro tipo, pero no sociales; si hay socialismo no habrá clases sociales pero podrá haber económicas, pero no será la existencia de estas últimas las que harán al socialismo explotador -con mucho las superiores serán las menos perjudicadas-, ya que aunque no las hubiera, toda administración socialista que redistribuya con criterios socialistas el trabajo individual, subordinándolo a metas colectivistas, será un sistema de explotación mutua permanente, en especial si es igualitarista -acéptese la teoría del valor que se acepte-; finalmente, si hay capitalismo no habrá administración de Estado, en cambio habrá clases sociales, ninguna desprovista del carácter defensivo de la propiedad privada, y precisamente por eso, si no se acepta la teoría marxista del valor por tiempo de trabajo, no habrá explotación.

Pero aceptemos, en aras de la demostración, la antojadiza evasión pseudomarxista por la cual un sistema colectivista en el que existan clases económicas no es socialista sino una contradicción en términos como es el "capitalismo de Estado", pues bien, entonces, en tanto capitalista, y de no poder probarse la teoría marxista del valor, no será explotador, por muchas clases que posea. Y a la inversa, un sistema colectivista, en el que no existan clases económicas, será socialista y, precisamente por eso, explotador, se acepte o no la teoría marxista del valor, ya que, paradójicamente, la inexistencia de dichas clases económicas probará que se remunera igualmente desiguales funciones laborales (precisamente lo que la delirante isomanía marxista-leninista ensalza como el gran logro de la fase superior del comunismo). Pero lo más importante es que, rechazada dicha teoría, el socialismo se vuelve intrínsecamente explotador en el instante que, por eliminar la propiedad privada, prohibe al creador de un capital la renta por el mismo, al asalariado la venta de su trabajo por su valor a través de un mercado laboral libre imposible de emular, y al empresario su misma existencia como agente creador.

Hay todavía pensadores socialistas que pretenden esquivar este problema con empresas distintas, que en realidad no son socialistas:

El caso más importante es el de las que hasta hace poco se llamaban cooperativas de producción y ahora se tiende a llamar empresas autogestionarias. Unos trabajadores prefieren ser sus propios empresarios, logran ponerse de acuerdo para aportar sus capitales, organizar una empresa y trabajar en ella. Las doctrinas de la economía de mercado no tienen nada que objetar. Con sólo dos condiciones: que la entrada en la cooperativa o en la empresa autogestionaria sea plenamente voluntaria, y que esta empresa no exija ni pida privilegios legales de ninguna clase, como serían ventajas tributarias o situaciones monopolistas [...]. Hay obreros que prefieren trabajar en una empresa cooperativa, aunque en ella obtengan ingresos inferiores a los que podrían tener en una sociedad anónima, y hay ejecutivos que prefieren serlo en una cooperativa, aunque tengan remuneración inferior a la que les pagaría otra empresa. Si la cooperativa puede organizar un proceso de producción tan bien como las empresas de otra clase, sin duda aumenta el bienestar y la felicidad de todos. Pero si las empresas cooperativas, para poder subsistir, logran impuestos inferiores a los de las demás empresas o el monopolio en algún mercado, reducen el bienestar general y abren el camino a la petición de favores del poder público, lo cual es una fuente de corrupción y de baja productividad.[7]

La propiedad pública, por reducida que sea, obliga a compartir los bienes a los nuevos miembros, alienando a los existentes del capital creado. Es por esto que, a mayor comunidad de bienes, menor es la tendencia al éxito en el mercado libre debido a la cristalización burocrática, y por ende una mayor tendencia al subsidio, a la nacionalización estatal y finalmente al colectivismo socialista completo. Todas las propuestas al respecto sostienen la defensa de un subsidio estatal, o bien pseudoformas mutiladas de propiedad privada, reducidas a la asignación arbitraria de derechos a los bienes asociados a la ocupación y al uso, irreconocibles si no es por una dirección colectiva, combinadas con créditos obtenidos por vía inflacionaria. Hasta un semisocialismo fragmentario tiende a un socialismo químicamente puro que finalmente exija cooperación de parte de quienes no desean participar en él:

En las últimas décadas, el pensamiento conservador ha manifestado una menor hostilidad hacia las instituciones de mercado y, de manera creciente, ha llegado a ver en las libertades de mercado un apoyo para el orden espontáneo de la sociedad que los conservadores tanto aprecian. En contraste, el pensamiento socialista se ha tomado su tiempo para avenirse con el carácter indispensable de las instituciones de mercado, viendo en ellas síntomas de desperdicio y desorden de un fracaso culpable de la planificación central. De hecho, ha surgido una escuela de pensamiento de mercado socialista, en deuda con John Stuart Mill, por lo menos tanto como con Marx; ésta concibe la cooperativa de trabajadores como institución central de producción en la economía socialista, siendo la competencia de mercado la que determina la asignación de recursos a las cooperativas. En su aceptación realista del papel del mercado como factor de asignación, la nueva escuela de pensamiento representa un alejamiento de la confianza tradicional que ha depositado el socialismo en la planeación económica central, pero afronta una serie de complejos problemas que, combinados, resultan funestos para el proyecto socialista de mercado. En primer término surge la dificultad, señalada por el distinguido economista keynesiano J. E. Meade, de que la fragmentación de la economía de empresas manejadas por los trabajadores implica el sacrificio de importantes economías de escala. Más aún, la fusión que tiene lugar en las cooperativas de trabajadores entre la posesión de un empleo y la participación en el capital tiene, como lo demuestra la experiencia yugoslava, la desafortunada consecuencia de generar desempleo entre los trabajadores jóvenes y propiciar que las cooperativas se comporten como unidades familiares en el lento consumo de capital. Si la experiencia sirve en alguna forma de guía, es muy probable que las economías manejadas por los trabajadores se vuelvan aletargadas, deficientes en cuanto a innovaciones tecnológicas y altamente inequitativas en la distribución de las oportunidades de trabajo que generan. Por último, todos los esquemas socialistas de mercado se enfrentan con el problema radical de la asignación de capital. ¿Bajo qué criterios deberán los bancos estatales centrales asignar capital a las diferentes cooperativas de trabajadores? En los sistemas capitalistas de mercado, el suministro de capital a riesgo se reconoce como parte de una función empresarial privada -una actividad creativa no susceptible de formularse a partir de reglas rígidas o improvisadas-. Cuando el suministro de capital se concentra en el Estado, como ocurre en la mayoría de las propuestas socialistas de mercado, si no es que en todas, ¿qué tasa de recuperación deberá fijarse y qué cuentas han de pedirse al banco central de inversiones por concepto de pérdidas? En cualquier forma que resulte realizable, el esquema socialista de mercado está expuesto a la objeción de que la centralización de capital en el gobierno estaría destinada a desatar una competencia política por los recursos, en la que las industrias y empresas establecidas serían las ganadoras y las nuevas empresas, débiles y bajo gran riesgo, las perdedoras. En otras palabras, el socialismo de mercado intensificaría simplemente el nocivo conflicto de la distribución, planteado por los analistas de la Escuela de la Elección Pública en el contexto de las economías mixtas.

Estos defectos de las propuestas socialistas de mercado indican que no hay ninguna alternativa viable para la competencia de mercado en su carácter de entidad asignadora de capital, trabajo y bienes de consumo en una sociedad industrial compleja.[8]

Resulta tan contradictorio hablar de capitalismo de Estado donde no hay renta del capital porque se carece de propiedad privada, como hablar de socialismo de mercado donde la sociedad no administra los ingresos de sus ciudadanos porque no se exige una propiedad colectiva. Estos conceptos que el marxismo inventó para salvarse de sí mismo, terminaron destruyendo su teoría para salvar su historia. Lo paradójico es que terminaron contagiando a sus adversarios de izquierda y derecha, empobreciendo así, respectivamente, sus argumentos contra el estatismo y el socialismo, y, en ambos casos, debilitando sus defensas contra el colectivismo.



[1] Morris Cohen y Ernest Nagel, Introducción a la lógica y al método científico (Vol. I), Madrid: Amorrortu, 2000, p. 218

[2] Cfr., Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona: Paidós, 2002, pp. 285-286

[3] Cfr., Murray N. Rothbard, Historia del pensamiento económico (Vol. II), Madrid: Unión Editorial, 2000, pp. 412-418

[4] Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución, Barcelona: Paidós, 1999, pp. 227-229

[5] Cfr., Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, Madrid: Unión Editorial, 2005, pp. 87-92

[6] V. I. Lenin, El Estado y La Revolución, Buenos Aires: Siglo Veintidós, 2000, p. 85

[7] Lucas Beltrán, Cristianismo y economía de mercado, Madrid: Unión Editorial, 1986, pp. 129-130

[8] John Gray, Liberalismo, Madrid: Alianza Editorial, 1994, pp. 133-135


jueves, 23 de noviembre de 2006

Propiedad privada, propiedad pública y libertad de prensa

La prensa independiente -cuando no la libertad de prensa- es casi siempre puesta en tela de juicio desde el poder político. Cuando los miembros de la llamada clase política se encuentran fuera del poder no dudan en aclamar a la prensa libre como independiente, y cuando se encuentran en él, la critican precisamente por no ser independiente. ¿Por qué? ¿Qué es la independencia de la prensa? ¿Por qué desde el poder político la prensa nos es presentada como independiente del pueblo y desde la prensa es el poder político el que se nos presenta como tal? Si se hurga en el asunto la pregunta clave tarde o temprano debería aparecer: ¿por qué la independencia para con el poder político es un bien y la independencia para con el pueblo es un mal? Parece una pregunta extraña pero no lo es. En este brevísimo ensayo voy a intentar explicar por qué esa pregunta es el primer paso necesario para comprender medularmente la cuestión de la “libertad de prensa”. Y creo que al explicarlo ya estaré dando la respuesta.

Cuando un gobierno, en especial uno democráticamente electo y/o populista, critica a los medios de comunicación privados qua privados, lo hace desde dos premisas: la primera es que los medios de comunicación forman la opinión de las masas en vez de responder a éstas, y la segunda, que los medios de comunicación privados no responden a los intereses del pueblo representado por el poder público, ya que no han sido “elegidos democráticamente” ni son propiedad del mismo. Las dos premisas son mutuamente excluyentes: si el pueblo es representado por el Estado, entonces este último no puede alegar que las masas son manipuladas por los medios privados de comunicación (antigubernamentales), y si las masas son influidas –o dirigidas si se quiere- por esos mismos medios, entonces el Estado ya no representará al pueblo: la política no reflejaría la opinión pública ahora contraria al gobierno. El populismo se vuelve entonces elitista: los gobernantes sabrían mejor que el pueblo “mentalmente manipulado” lo que es bueno para él. Pero entonces la representatividad a base de elecciones libres es negada por los mismos elegidos.

Se pueden sacar dos ideas en claro de cualquier gobierno que tome esta línea argumentativa: 1) que el pueblo es entendido como masas que no piensan por sí mismas a priori del momento en el que abran los periódicos o prendan el televisor, y 2) que tanto la propaganda privada como la gubernamental influirán sobre dichas masas en igual medida, con lo cual pierde importancia a qué diarios elijan éstas creer y a qué políticos. Lo primero anula cualquier posibilidad de descubrir en el pueblo el conocimiento de sus propios intereses y lo segundo, cualquier seguridad acerca de la representatividad de los políticos democráticamente electos.

Debemos dar un segundo paso (el primero nos llevó a un callejón sin salida) y es preguntarse si el pueblo realmente conoce sus intereses. ¿Los particulares que no tienen representatividad democrática tienen por eso intereses diferentes a los del pueblo? Si es así y a la vez las masas populares no tienen opinión propia, poco importa que un gobierno electo democráticamente controle todos los medios de comunicación, como hemos visto. Si repetimos la misma condición, pero esta vez consideramos que las masas populares sí tienen opinión propia, entonces no importa si una minoría colectiva de gobernantes o si una minoría de empresarios periodísticos privados controla los medios de comunicación, ya que en un caso los gobernantes tendrían una representación pasiva -y perfecta- de la opinión pública y por lo tanto los medios de comunicación coincidirían exactamente con el pensamiento popular (con lo cual no tendría sentido que el pueblo los escuchara), y en el otro, los medios de comunicación privados que no opinaran como el pueblo jamás serían “elegidos”, con lo cual deberían forzarse a sí mismos a publicar lo contrario a sus intereses para poder sobrevivir.

Ahora quedan dos opciones más: si los particulares sin representatividad democrática no tienen por eso intereses diferentes o contrapuestos a los del pueblo y las masas populares no tienen opinión propia, entonces hay muchas más posibilidades de que un medio de comunicación privado sepa cuáles son los intereses del pueblo, que de que lo sepa un grupo político que se arroga representar la voluntad de masas que no tendrían voluntad. Y, finalmente, la última opción sería idéntica, sólo que las masas populares también tendrían opinión propia: en tal caso tendría más sentido para el pueblo escuchar a medios de comunicación privados con ideas diferentes a las propias, que no por eso serían contrarias a sus intereses (al contrario, podrían serlo en mayor medida).

Y he aquí que la primera pregunta sobre si el pueblo puede conocer realmente sus intereses comienza a contestarse: el pueblo puede equivocarse sobre cuáles son sus mejores intereses con independencia de si piensa o no por propia cuenta, y con independencia de si los particulares por ser tales tienen intereses contrapuestos o no a los del pueblo. Si el pueblo puede equivocarse, los medios de comunicación privados ofrecen una alternativa.

Vemos que este razonamiento nos pide una resolución inmediata, pero nos distrae de la verdadera pregunta: ¿por qué la independencia para con el poder político es un bien y la independencia para con el pueblo es un mal? El final del párrafo anterior no es más que la postura a favor del pluralismo de un liberal con prejuicios socialistas como Mill que necesitaba justificar el individualismo en nombre del interés colectivo del pueblo. Llegamos a la misma conclusión que él, pero nos equivocamos en un “detalle”: ¡el pueblo no existe! O, mejor dicho, no existe una colectividad total de perfectos intereses comunes -con una única voluntad general respectiva- que pueda llamarse pueblo. Los intereses que integran el pueblo pueden armonizarse, pero entonces se identificará al pueblo con los intereses particulares. Cualquier apelación al pueblo como totalidad de intereses contrapuestos a los de los particulares es ya separar a estos últimos del conjunto, fragmentación que no responde a la realidad: el resto no discriminado como impopular -lo que queda de “pueblo”-, también tiene intereses particulares que pueden ser igualmente contrapuestos a los de los demás individuos. El carácter privado de los intereses personales no va en contra de un interés popular colectivo porque, sencillamente, éste no existe. Como mucho irá en contra de los intereses de otros particulares (sin la variable tiempo, con la que recién se pueden ver los productos de la cooperación por intercambio, todos los intereses -vistos como beneficios materiales y no como derechos a lo propio- se contrapondrían en un juego de suma cero). Los intereses particulares son todos contrapuestos a los del pueblo entendido como colectividad altruista (vale repetir: aunque no exista). Cuando un gobierno populista habla en nombre de ese colectivo popular resulta ser él quien pasa a tener intereses contrapuestos a los del pueblo real, aun cuando sinceramente intentara evitarlo. ¿Podemos oponernos al gobierno cuando sus planes favorecen al pueblo? Si lo hacemos ¿nos volvemos enemigos del pueblo por ser opositores? No, porque todos los particulares son parte del pueblo mismo, incluso quienes se oponen a la mayoría. Y dos veces no, porque el interés del pueblo no existe y el interés que tiene valor es el de sus miembros individuales que no pueden disolverse en una cuantificación. Un gobierno no puede beneficiar a todo el pueblo simultáneamente. No es necesario entonces argumentar que podemos tener una idea más acertada de cual es el interés popular, o que, porque podemos creer que el pueblo y su gobierno van por el camino equivocado, tenemos el derecho de advertirle mediante la prensa libre. Podemos -y debemos- oponernos sólo en nombre de nuestros propios intereses particulares y no, en los del resto de la población. La última palabra sobre los intereses de los demás particulares estará en ellos, no en nosotros (podemos comunicarnos con ellos, advertirles acaso, si creemos que tal cosa nos conviene, pero sería injusto si esto nos perjudicara). El gobierno no se verá obstaculizado por una opinión salvo que esta se generalice, cosa que correrá por cuenta de los demás. Y si es obstaculizada la voluntad de la mayoría cabe preguntarse si lo que se detiene es la voluntad de los particulares mayoritarios de hacer con sus vidas lo que deseen, o la voluntad de los particulares mayoritarios de hacer con vidas ajenas lo que desean colectivamente. Esto último se hace necesariamente por medios políticos y no civiles; por criterios arbitrarios de justicia distributiva y no contractuales criterios de justicia conmutativa. Se ha dicho bien que la democracia son “dos lobos y una oveja decidiendo que se va a comer”, y que la libertad es “la oveja con un arma impugnando el voto”. Pero esto no quita la libertad a los lobos, como no se la quitaría a las ovejas ser mayoría y no decidir democráticamente qué se va a comer: dos ovejas también pueden defenderse de un lobo sin necesidad de elegir democráticamente la alimentación de este último. La justicia, lo justo, es, me temo, algo que no puede delimitarse mediante papeles de votación; sólo puede descubrirse previamente -y esto pretendo demostrar hacia el final- por las líneas que separan perimetralmente una propiedad obtenida sin uso de la fuerza de otra obtenida de igual forma.

Es hora de contestar la pregunta, que ahora que podemos contemplar desde un ángulo diferente, notamos estaba mal formulada y que fue la palanca para movernos a través de este artículo: la independencia para con el poder político es un bien no porque la clase política pueda encontrarse desconectada de los intereses del pueblo entendido como un todo colectivo, sino porque la clase política no puede jamás representar los intereses de los particulares que lo forman. Estos intereses particulares de la sociedad civil se verán satisfechos en tanto sean independientes de cualquier abstracción colectivista: sea “el Pueblo”, entendido como un colectivo único, sea el gobierno que es el único con poder de representar algo que no existe. Precisamente es esta similitud entre el carácter colectivo-coercitivo del poder político (que no representa a sus miembros sino a quienes mejor lo disputan por uso de la fuerza: los jefes políticos de turno) y el de la abstracción colectivista de las “masas populares”, la que hace que la independencia con respecto al mundo público sea casi una exigencia de los individuos para ser libres. Si la libertad existe entonces no puede ser sino privada. La libertad de prensa no es más o menos valiosa porque ponga un freno al poder político en nombre del pueblo. Si así fuera de poco valdría. Lo importante de la libertad de prensa es, precisamente, que la prensa no representa otra opinión que la de quienes la crearon, o sea: sus propietarios particulares. Y libertad de prensa significa que todos los particulares tienen derecho a formar con su propio trabajo los medios de comunicación periodísticos que deseen, así como los periodistas tienen el de participar como empleados, si se quiere, en donde compartan sus puntos de vista (lo que no significa que puedan exigir libertad de opinar algo diferente en los medios que los contratan, usando así el dinero de otros contra su voluntad).

¿Es valiosa entonces la libertad de prensa? Lo es como cualquier otra libertad que es parte del derecho de propiedad privada (donde la libertad es a la vez formal -cabe recordar que forma no es lo mismo que apariencia- y real -libertad de facto entendida como derecho a lo obtenido por ciertos medios y no derecho a la obtención de algo con independencia de los medios-). En tanto tal es valiosa. Su relación con el poder político importa sólo cuando el poder subsidia en forma deficitaria a los medios de comunicación con empresas estatales de cualquier tipo. En todos los casos estas falsas empresas sin criterio de ganancia utilizan la propiedad ajena, vía impuestos, en nombre de esa hipóstasis colectivista del Pueblo con mayúsculas para fomentar la creación de un pseudo-mercado de ideas que de otra forma no sería autosuficiente. Ahora bien, si el pueblo colectivo no existe como tal ¿acaso no existen las masas? Sí y no: existe el comportamiento de masas. Precisamente las masas que tienen opinión propia dejan de ser masas: la opinión surge de los individuos. Con esto resolvemos la cuestión de los primeros párrafos. El “cuarto poder” sólo podrá tener poder en tanto y en cuanto sus espectadores actúen como masas (con intereses públicos) y no como individuos (con intereses particulares), y en tanto tales masas se impongan a otros particulares a través de la fuerza (más bien, del inicio de la fuerza), o sea: de la violencia del poder político. El único interés perverso que podría tener un medio de comunicación es el de fusionarse con el poder político a través de las masas. Y por esto es que un gobierno jamás podría acusarlo.

La ventaja de comprar un periódico o ver un noticiero por televisión es la de acceder a información que el individuo sencillamente no podría haber obtenido por propia cuenta; acceder a opiniones diferentes que otros individuos pueden elaborar porque dedican su vida a ello. Pero esto no reemplaza la independencia crítica de quien compra la información o las opiniones. El político tiene el derecho, si así lo desea, de comunicarse directamente con la población en general, con sus propios medios, y cada ciudadano podrá confiar o no en su opinión, sacar sus propias conclusiones u optar por escuchar -crítica o acríticamente- las opiniones de los periodistas, quienes se ganan la vida escrutando a la clase política. El empresario de periodismo político tiene a su vez el derecho, si así lo desea, de comunicar sus opiniones sobre dicho político y sobre sus palabras. Y todo ciudadano tiene el derecho de opinar libremente y elegir, y si algún particular con voluntad periodística considera, tal vez junto a otros ciudadanos, que falta una opinión por dar, entonces formarán otro medio de comunicación, que alguna parte del resto de la población escuchará si quiere.

Lo importante es que en una economía libre, que es condición para la libertad de prensa, todos consumirán lo que les venga en gana, estén equivocados o no. Nadie, salvo los propios consumidores para sí mismos, tiene derecho a decidir qué se consume y qué no, y cada uno tiene libertad de elegir, siempre y cuando lo haga con su dinero. Aunque no guste a la mayoría de los políticos, aunque no guste a la mayoría de los periodistas e, incluso, aunque no guste a la mayoría de los ciudadanos. En caso contrario, los últimos pagan el precio de esconderse tras el anonimato de las masas, los segundos, el precio de fomentarlas con el sueño de ser sus líderes mientras que no pueden ser sus jefes, y los primeros, los jefes, el precio de tener que sobrevivir en una jungla de conspiraciones en donde quien ruge más fuerte dice representar a la selva entera.

jueves, 29 de junio de 2006

Individualismo indefinido y colectivismo ilimitado: causas y efectos del confuso mix entre democracia participativa e ingeniería social





Sócrates y Pericles


El origen de las paradojas de dos posturas ético-políticas de la Antigüedad


Para la realización de este breve ensayo me tomé la libertad de hacer un análisis filosófico político algo improvisado de la Atenas democrática, como paso previo a otro análisis de los discursos de Sócrates y Pericles. Esto no es inconsecuente: servirá como punto de apoyo para poder comprender las discrepancias entre ambos -y las que no lo son tanto- desde una perspectiva algo diferente.
Este ensayo no pretende tener un nivel académico exigente, y es, más bien, una hipótesis que más que probarse a sí misma intentará afirmarse como tal. En cualquier caso no dejaré de intentar probar lo que creo ya se puede esbozar como su idea eje: los antiguos tenían una comprensión incompleta -y me arriesgo a decir que una confusión enorme- de la relación entre la esfera privada y su relación con la libertad política. Pasarían casi dos mil años hasta que esta temática llegara a analizarse con profundidad, y sin embargo ya mucho antes, en una forma nebulosa, se había tomado cuenta de la misma, y no sólo no por una comprensión científico-política (fue sólo el aprendizaje cotidiano por ensayo y error), sino además sin haber tomado consciencia de haberla descubierto. Esta incomprensión a nivel intelectual tenía un resultado paradojal a nivel político: por un lado hacía imposible comprender los “porques” de los resultados adversos de la invasión de la organización política sobre la vida social, pero por el otro hacía posible que la confusión entre ambas no degenerara en una politización totalitaria consciente por parte de los liderazgos políticos eventuales de la que pudieran ser víctimas sus propios participantes a la hora de conformar la sociedad civil (por supuesto existió una excepción: Esparta; pero incluso la excepción espartana confirma la regla, ya que la excepción ni siquiera sabía por qué lo era.)
Es en este contexto en el que creo deben analizarse tanto el Discurso Fúnebre de Pericles como la Apología de Sócrates, ya que esta incomprensión también ha llevado a los antiguos a tener más coherencia filosófica que política, y me arriesgo a decir que a ser bastante autocontradictorios a la hora de juzgar la sociedad que los rodeaba, y a proponer soluciones políticas que eran tanto más adversas a sus propias creencias cuanto más en profundidad querían llevarse a cabo (el “Estado perfecto” de Platón es el ejemplo por excelencia). Pero limitémonos al caso de los autores que se han elegido para la realización de este ensayo: será en sus propias palabras donde encontraremos las paradojas de sus propias posiciones éticas y políticas.
Por todo lo antes dicho es que este trabajo, a la vez comparativo y deductivo, se dividirá en dos partes: en la primera intentaré describir y analizar cómo la indistinción entre individuo y ciudadano era una cuestión de incomprensión del problema, y cómo este hueco en el conjunto de las ideas se materializaba en los hechos políticos de forma que el resto del pensamiento sobre la vida ciudadana vagara por cierta peligrosa inercia regresiva haciendo al orden político increíblemente voluble; en la segunda, en cambio, intentaré probar cómo este fenómeno dio lugar a paradojas que se expresaron con notable claridad en las posiciones de Pericles y Sócrates tanto frente a la ciudad-Estado democrática como frente a los individuos, sea en su vida privada o en su vida pública. La conclusión agregará una comparación entre ambos escritos: vistos desde esta diferente óptica podrán reconocerse en sus aparentes discrepancias coincidencias que de otra forma serían difíciles de apreciar. Veamos.



I. Ética y política


1. La libertad en los antiguos: democracia participativa sin politización social, y pluralismo económico-cultural sin garantías a la libertad individual


En el ideal democrático de la Antigüedad la esfera cívica y política estaban confundidas, pero los confundidos eran todos: ciudadanos y políticos. Una réplica fácil sería que en Atenas los ciudadanos eran los mismos políticos, pero esto no es enteramente cierto: toda sociedad -y aclaro que por sociedad hablo ahora de la casta que, con independencia de su situación económica, era seleccionada para participar en el poder por su origen nacional, y que formaba la democracia ateniense- era de todas formas gobernada siempre por una inevitable minoría técnico-administrativa, y el sector “gobernante” -la ciudadanía ateniense- lo era por rotar en su totalidad en la dirección de dicha administración. La administración de la fuerza política de la participación ciudadana siempre era confiada a unos pocos en cada momento (estrategas, etc.), y el resto era gobernado. Sin embargo -y en parte por esto mismo- la participación directa y dinámica en los asuntos públicos no exigía una politización de la sociedad. Tampoco existía una socialización de la política. Ni una cosa ni la otra: se trataba de una fusión no deliberada. La ciudad-Estado y su sociedad nacieron prácticamente juntas. En cualquier caso, la democracia ateniense era participativa, no completamente directa. La ciudad-Estado no debe entenderse como el Estado moderno, y autores como Sartori se niegan sencillamente a llamarlas ciudades-Estado (serían ciudades-comunidad sin Estado). Lo que había de Estado en el sentido moderno en la sociedad antigua era prácticamente diminuto, y la comunidad política la sobrepasaba. Es por esto que la comunidad política, cuando era sometida por el poder de una minoría o de un solo individuo, se transformaba, a los ojos de los demócratas atenienses, en oligarquía o en tiranía respectivamente (y cuando se veía con otros ojos como aristocracia y monarquía). La sociedad ateniense, en especial, estaba impregnada de política -pero no de ideología en el sentido moderno del término-, pero la democracia participativa no era un intento de constructivismo social monocorde. Es por esto que el margen que no era regulado por la política, lo era en cambio regulado por la cultura y la religión, que no podían involucionar en forma totalitaria. La cultura ateniense daba, a su vez, espacio para cierto margen reducido de libertad individual. De todas formas la libertad de los antiguos no es entendida sino como autogobierno colectivo democrático. Pero entonces ¿cómo se gobernaba a sí misma una sociedad mayormente no libre? No lo hacía la sociedad civil (en el sentido moderno de individuos asociados libremente), sino la ciudadanía formada comunitariamente por su propia inercia cultural y religiosa alrededor de leyes y dioses que hacían de limitantes naturales del poder positivo (las legislación decidida democráticamente se subordinaba a la legislación que la cultura religiosa había formado consuetudinariamente).
Benjamín Constant fue más que claro para explicar el fenómeno de la libertad según los antiguos, y no es necesario repetir sus preclaras explicaciones. Prefiero en cambio citar a Sartori para explicar cómo sobrevivía la libertad individual moderna en aquel contexto:
La precisión no niega, en modo alguno, que la civilización griega haya sido una explosión rica, múltiple y vital de “espíritu individual”. Lo que se niega es que la libertad del individuo fuese protegida. Y las dos tesis son perfectamente compatibles. El hecho de que un prepotente instinto individualista atraviese toda la experiencia de la democracia de tipo ateniense, no desmiente que el individuo quedara ahí indefenso y a merced de la colectividad. Y el hecho de que aquella democracia no tenía respeto por los individuos; más bien se caracterizaba por la sospecha hacia los individuos. Desconfiada y celosa de toda personalidad eminente, voluble en sus reconocimientos y despiadada en sus persecuciones, era una ciudad en la que el ostracismo no constituía una penalidad, sino una precaución”[1]
El caso de Esparta -que sirve por comparación para describir al de Atenas- no es otra cosa que la democracia participativa ateniense transformada en democracia totalitaria, o sea, un tipo de democracia basada en una participación pasiva del individuo qua individuo en la política, y mucho más activa del individuo en tanto miembro social. El totalitarismo espartano es, por esto, un fenómeno completamente particular de la sociedad antigua, y un caso excepcional. El totalitarismo moderno es diferente en el sentido de que la burocracia política no es minoría frente a la comunidad política (la ciudad-Estado), al contrario: la comunidad política debe burocratizarse para ser realmente política, ya que Estado y burocracia son hoy por hoy indistintos. El lado político de la burocracia estatal, o sea, la burocracia política, es ahora los partidos o el Partido (sea este hegemónico o totalitario). Precisamente, la fuerza social activa del totalitarismo, tanto antiguo como moderno, está en sus participantes, pero, la iniciativa en el totalitarismo antiguo está en los propios gobernados por el totalitarismo, ya que ellos siguen siendo la comunidad política gobernante (lo cual los pone a la deriva), en cambio el totalitarismo moderno puede verse, es cierto, en la inercia de las circunstancias, pero la iniciativa está en la pirámide organizativa de la dirigencia del constructivismo social y de su enorme aparato de adoctrinamiento ideológico. La politización de la sociedad del moderno totalitarismo se debe, precisamente, a que la burocracia político-administrativa es el verdadero origen de la mecánica totalitaria, y entonces no es la comunidad de la polis la que se absorbe a sí misma, como en el totalitarismo antiguo, sino que la absorbente resulta ser la burocracia política (el Partido) en nombre de esa misma comunidad, y es así que lo civil desaparece como tal y se vuelve masificación forzada como extensión de la voluntad encarnada del partido único totalitario (socialización del Estado, sí, pero antes estatización de la sociedad). A diferencia de esto la dirigencia burocrática espartana tenía en sus manos un poder enorme, y, sin embargo, no podía librarse, entre otras cosas por su pequeñez, de la inercia que arrastraba a los espartanos a su mismo totalitarismo militarizado: para lo único que servía era para que no colapsara la dirección político-militar del día a día. Es por esto que se da la paradoja de que Esparta era gobernada administrativamente por un reinado dual sin poder, mientras que el poder militar y civil estaba en sus propios ciudadanos en una forma no-libre, lo cual la convertía en la primera casta dominante esclava de sus propia función social: el servicio militar. Debe entenderse que, porque la política administrativa (el Estado en sentido moderno) era, en la antigüedad, infinitesimal, era más probable -por no decir solamente posible- que un totalitarismo se diera por iniciativa de la ciudadanía. En ausencia de ésta y reducida así la casta dominante a una monarquía, el totalitarismo ya no es posible: las castas subalternas no tienen motivación para ejercer sobre sí mismas un poder absoluto que absorba la totalidad de sus vidas privadas, ya que de ese poder no podrán ser parte, y el tirano no tiene la burocracia suficiente para transformar y disciplinar a las diferentes castas y clases a una militancia totalitaria cuando ni siquiera puede sacar de su propia sociedad a población civil para uso militar como hacen los estados modernos. En el caso espartano sólo la propia casta dominante veía toda su vida privada subordinada al totalitarismo militar y las consecuentes formas socialistas de organización de la vida y la reproducción. A diferencia de la casta dominante, que carecía de propiedad privada, las castas subalternas no se veían esclavizadas en su vida personal: sólo parte de su vida pública era sometida, y sólo en cuestiones particulares. Una de esas castas eran los ilotas, campesinos siervos de los cuales se deducía la mayor parte de la producción de sus haciendas, y sólo de vez en cuando eran reclutados para servir como soldados, y por lo demás estaban completamente fuera de la vida social espartana, al punto que se evitaban las rebeliones (imposibles en el caso de que hubieran estado esclavizados) con combates que no eran si no cacerías humillantes. Luego estaban los periecos, que, si bien libres, no participaban del poder político totalitario, ni activa ni pasivamente, y que eran lo que hoy llamaríamos “burgueses”, o sea: quienes se dedicaban a los negocios y las empresas, al comercio y a la industria.[2]
Recapitulemos: ¿qué sucedía en Atenas? Como bien describe Sabine, la democracia participativa pertenecía a casi la mitad de la población trabajadora masculina nativa. Los esclavos, dedicados a labores menores, eran excluidos por las mismas razones por las que eran esclavos, y no para evitar su liberación: por su cantidad difícilmente la democracia les habría librado del yugo, e incluso si tal cosa hubiera sido posible probablemente no habrían elegido una política que los liberara realmente mediante derechos de propiedad sobre su cuerpo y por añadidura de sus herramientas de producción y/o su fuerza de trabajo. El conjunto de los hombres libres (y luego también ciudadanos) se trataba de una “casta” abierta, dedicada mayormente al trabajo particular: comerciantes, agricultores y artesanos, que sin embargo podían combinar sus negocios -en proporción a su nivel económico- con el ocio intelectual. No se trataba, como en Esparta, de una casta cerrada colectivamente organizada y dedicada al servicio militar. Su poder sobre la burocracia también era total, pero el poder ejercido que ejercía sobre sí misma a través de dicha burocracia era casi nulo (y la política apenas estaba burocratizada). Por supuesto no había nada parecido a garantías o libertades individuales, pero estas existían en grado limitado, y la limitación que el individuo permitía eventualmente se ejerciera sobre su libertad no derivaba de la subordinación totalitaria de la vida privada a su propio poder político, sino que era una limitación no racionalizada ni planificada, de origen cultural (cultura cuya aceptación, en tanto no alienante de sus individualidades, mantiene cierto carácter “voluntario”, y por otra parte, como sucede con casi todas las culturas primitivas, incluso las más totalistas, posee un origen espontáneo), que no se internalizaba a nivel individual a través de la coerción de sus congéneres (aunque la cultura misma actuara luego, naturalmente, en forma coercitiva), con lo cual vida privada y vida pública convivían sin necesidad de mayores sacrificios, ya que dicha casta, en general, abandonaba el trabajo y el mundo económico, en reemplazo de la propia política. Esto hacía que la democracia no involucionara totalitariamente.
Los grupos sociales mayormente dedicados a la economía podían a la vez usufructuar de su riqueza. Esto daba a las mismas otro espacio, diferente en calidad pero casi igual en cantidad, de espacio privado, para desarrollar mercados mayormente libres y en la mayor parte de los casos una fructífera vida comercial, tanto dentro como fuera de sus fronteras. La igualdad de la participación pública no implicaba igualdad de riquezas particulares, ya que el poder público no pretendía dirimir toda la vida privada, sino sólo el encuadre de la vida social. El problema implicado en la democracia participativa, que surgió más tarde, posterior al período desde el que nos habla Pericles, fue diferente al espartano. No fue atacado lo privado en nombre de lo público, sino que la sociedad ateniense se transformó en una disputa continua de los particulares por el poder público para ver asegurados sus propios derechos. La arbitrariedad democrática fue una espiral de la que participaron sus propias víctimas. La involución no fue totalitaria: de absorción de lo privado por lo público, cosa posible en una casta militar, sino meramente caótica: lo privado reclamaba sus derechos a través de lo público anulándose a sí mismo, cosa posible en una casta que se dedicaba a la vez al ocio como a lo económico, y esto llevaba a lo que hoy llamaríamos mercantilismo: lucha permanente por conseguir privilegios concedidos a particulares que dependen del poder político pero del cual no pueden tener cada uno control absoluto y erigirse en oligarquía estable (sea política o económica). Esta situación resultaba en “una hipertrofia de la política en correspondencia a una atrofia de la economía”[3]. Fue en ese momento cuando la paradoja terminó por explotar. Pero el contexto, que analizaremos al comparar los discursos de Pericles y Sócrates, es todavía diferente, y las paradojas se manifestaban casi silenciosamente entre líneas, entre sus propias palabras.



2. El poder de la Ciudad-Estado y la fuerza militar. Nexos de causalidad con la libertad y la democracia en Atenas.


Ya podemos, pues, adentrarnos un poco en el Discurso Fúnebre de Pericles (y en parte también en la Apología de Sócrates). Veremos cómo, la causa de que el poder de la ciudad-Estado resultara indistinto al beneficio para la libertad de sus habitantes, parte, en mayor o menor grado, del desconocimiento antiguo de la distinción entre sociedad política y sociedad civil (y cabe aclarar algo del capítulo anterior de este ensayo, a saber que esta distinción puede hacerse aunque todos los ciudadanos se dediquen a la política, ya que la dimensión social de un hombre -en el sentido de las múltiples interrelaciones individuales que son objeto de la política- no es idéntica a su dimensión política -cuyo mundo es el poder que afecta a toda la sociedad-).
Está claro, para empezar, lo siguiente: para Pericles la grandeza de Atenas depende de ambas: democracia y poderío militar. La cuestión es que, sin duda, para él la democracia y la libertad hacen posible el poderío militar y no a la inversa (claro que el poder militar es importante para salvar la democracia y la libertad, pero no son condición suficiente sino necesaria). Eso sí queda claro. Lo que no queda muy claro es cómo tomar en cuenta las dos opciones al interpretar el discurso de Pericles: 1) la democracia es un medio para el fin del poderío militar, o bien 2) el poderío militar es un medio para el fin de la democracia. Si por "medio" entendemos la "condición necesaria y suficiente de existencia" entonces en Atenas la democracia es medio del poderío militar. Si por "medio" entendemos el "instrumento para otro objetivo superior" entonces el poderío militar de Atenas es un medio para preservar la libertad y la democracia. Creo que la solución es decir que ambos son medios y fines entre sí, pero que de la democracia deriva el poder militar que a su vez salva a la democracia misma (pero que no hace a la existencia de la democracia en sí), y si es así, entonces, el poder militar es condición necesaria de la democracia (para salvaguardarla), pero la democracia es la condición suficiente del poder militar de Atenas (y -cabe agregar- necesaria del mayor poder militar de Atenas).
Hagamos entonces una síntesis entre el engrandecimiento de la ciudad-Estado y el aumento de su poder militar, y veamos cómo conecta Pericles la grandeza del Estado con la del ciudadano individual. En cierta medida el de Pericles es un nacionalismo individualista (me arriesgo a afirmar que tiene similitudes en el tipo de fundamentación y de retórica a la de los “republicans” americanos durante la Guerra Fría[4]). Por momentos pareciera que para Pericles el mejoramiento de los individuos es lo que mejora al Estado[5]: cuando habla de la libertad del mercado de los atenienses, su apertura al libre comercio hacia al exterior, la tolerancia en la vida pública y privada, el pluralismo de ideas, etc., pero cuando habla de los servicios que da la ciudad a los individuos y por qué vale la pena sacrificarse por ella, entonces parece que considerara que del engrandecimiento de la ciudad-Estado dependiera el mejoramiento de los individuos. Creo que, aunque no parezca, se trata de lo primero, y aquí es donde aparece una de las primeras paradojas, siendo su mentalidad más nacionalista que individualista. En realidad lo que permite la ciudad-Estado es el engrandecimiento de los individuos: nunca dice Pericles que los individuos puedan desarrollarse mejor en su vida privada y pública si aumenta el poder de la ciudad-Estado, sino que el aumento de tal poder sirve para garantizar mejor el respeto a ese crecimiento, con lo cual implícitamente dicho poder no aumentará como consecuencia de la intervención en la vida de sus ciudadanos sino del crecimiento cualitativo y geográfico, esencialmente en el aspecto militar. Pero como la confusión entre vida privada y pública permanece, no es raro que Pericles considere que el sacrificio del individuo por la colectividad es más meritorio que el éxito individual, y que incluso borra el daño de malas actividades privadas. La indistinción entre servicio público a la ciudad y beneficio privado sucede porque la interpretación del beneficio personal no es individualista en todos sus sentidos. Si el autodominio de la democracia participativa se confunde con la libertad privada, es entendible que también se confunda el sacrificio por la colectividad con una forma de beneficio individual, y que la felicidad personal se reduzca a una virtud en el sacrificio por quien permite mi libertad, pero no como recompensa, sino porque en sí misma la ciudad es mi felicidad, de la misma forma que la democracia para Pericles es la libertad, y no porque defina a la libertad como participación en el poder (él diferencia la vida pública de la vida privada), sino porque simplemente las asocia en forma indistinta, sencillamente le resultan inseparables: la autonomía individual depende de la colectiva, la virtud personal de la virtud ciudadana, etc. En cambio, en Sócrates[6], la visión apolítica de la virtud del individuo como un fin en sí mismo, independiente de su función social, y por ende relacionado necesariamente con el individuo como fin en sí mismo y en su relación con el mundo (la virtud moral) tiene implicancias políticas que nadie en aquel momento, ni siquiera él mismo, llegó siquiera a entrever. Pero esto nos lleva al siguiente capítulo.



II. Logos y civitas


3. ¿Individuo virtuoso o sociedad virtuosa? Dos perspectivas éticas, políticas y escatológicas


Es hora de entrar a comparar ya las posiciones de Pericles y Sócrates. Vistas ya cuales son las paradojas que se producen por la indistinción entre individualidad y ciudadanía, podrán entenderse mejor las paradojales diferencias que podemos encontrar entre la actitud positiva y vital de Pericles sobre la vida (e incluso sobre la muerte como paso a una trascendencia colectiva a través de la ciudad), y la postura socrática, más profunda, cuando no trágica, sobre la futilidad de la vida frente a la trascendencia individual (en sí misma). La virtud de Sócrates es por un lado moral y por el otro principista, la virtud de Pericles es por un lado heróica y por el otro consecuencialista. El parámetro de la virtud en Sócrates es la vida en el logos, en Pericles es la vida en la civitas. La consecuencia de estas dos perspectivas éticas se refleja a nivel político: Pericles confía en Atenas en función de Atenas, Sócrates desconfía de Atenas en función de la verdad. Para Sócrates la actitud de Pericles transforma al medio en fin.
Ahora bien: ¿no resulta una interesante paradoja que, centrándose Sócrates en la virtud de la persona se olvide de lo que a ésta le beneficie? Sócrates desafía a la democracia ateniense y es víctima de ella, pero sin embargo no lo hace desde un reclamo de autonomía individual, aunque la búsqueda socrática de la verdad requiera de dicha autonomía y de una solitaria privacidad. ¿Por qué? Porque si la búsqueda del honor individual es llevado a la categoría de virtud en función de una “ciudad virtuosa” a expensas de un individuo virtuoso, entonces tal virtud cívica le resulta pura superficialidad y búsqueda de éxito, frente a la virtud moral de un despertar existencial del ateniense frente a ese mundo, mucho más vasto que las apariencias, del ser en el logos. La ética de Sócrates ya comienza a perfilarse monástica, pero esto es en parte porque no ve ninguna relación entre el problema de la indistinción entre derechos individuales y participación política. Los males presentes que la vida privada sufre por su politización y afán sofístico de buscar el convencimiento de los otros propio de una sociedad tendiente a la demagogia, en la que los derechos cada vez más dependen del mayor grado de influencia política, no es adjudicado a un mal criterio democratista-populista que aliena la vida privada, sino al hombre en tanto tal, cuya esperanza de vida mejor termina encontrándose en un eterno dormir en la nada, o en el Hades. No es que Sócrates hubiera cambiado de actitud ante el conocimiento del problema de la diferencia entre la “libertad de los antiguos” y la “libertad de los modernos”, pero sin embargo su postura de que “es preferible sufrir la injusticia que cometerla” habría afectado en forma diferente su apreciación de lo político, ya que un cambio virtuoso del hombre hacia la búsqueda de la verdad también habría implicado una percepción diferente de cómo una ética personal requiere como corolario un reconocimiento de los derechos y dignidades de cada persona, reconocimiento universal y verdadero que implicara en gran medida una forma de derecho natural (racional y por ende válido para -y comunicable a- todos), de la relación de reciprocidad entre el individualismo, el pluralismo, el diálogo, el reconocimiento de la posibilidad de cometer errores (contra Protágoras), y la búsqueda de la verdad. Sócrates no descubrió las consecuencias políticas de su propia ética; lo haría un tal Karl Popper muchos siglos después. Tal vez Sócrates habría visto el origen virtuoso de ese espíritu individualista civilizador -que Pericles sólo percibía en la ciudad- al diferenciar sus verdaderas causas.



4. Discrepancias paradojales de apreciación del éxito privado y comercial y del servicio público y político


El giro antropocéntrico de Sócrates, y su preocupación por la vida del hombre común contra los filósofos naturalistas, no influyó, sin embargo, positivamente en su aprecio por las actividades del mismo, tanto políticas como económicas, y en especial las económicas. Esto es paradójico siendo este individualista. En Pericles, en cambio, el valor de un hombre era su participación en la ciudad, y, sin embargo, era para él muy valorado (y en parte su valoración de la propia ciudad era medida con estos cánones) el mundo de la vida privada, del éxito económico y de la riqueza. Y esto es aun más paradójico siendo este nacionalista. La paradoja puede explicarse, nuevamente, apelando a lo argumentado en los dos primeros capítulos de este ensayo, por lo cual bastará con hacer algunas citas comparativas, y luego reflexionar brevemente sobre las mismas.
En su apología Sócrates rechaza el beneficio individual mundano por el espiritual y dice:
‘Querido amigo, que eres ateniense [esto es] de la ciudad más poderosa y de mayor fama en cuanto a sabiduría y fuerza, ¿no te avergüenzas de preocuparte por su fortuna, de modo de acrecentarla lo máximo posible, así como a la reputación y a la honra, mientras no te preocupas ni reflexionas acerca de la sabiduría, de la verdad y del alma, de modo que sea mejor?[7]
Mientras tanto Pericles, que se supone menos individualista, reconoce el valor que para cualquier fin individual tiene la propiedad (el cual Sócrates no descubre aunque utiliza -ver debajo-) y la responsabilidad que de esta deriva:
Gustamos de la belleza con sencillez y de la especulación sin incurrir en molicie, recurrimos a la riqueza por la oportunidad que da de actuar, más que por vanagloria, y en cuanto a la pobreza, para nadie es vergonzoso confesarla sino que es más vergonzoso no intentar salir de hecho de ella.[8]
Ahora veamos como Sócrates sí tiene una postura individualista a nivel político, y se rebela contra la democracia protegiéndose en el ámbito privado:
Porque no existe hombre que sobreviva si se opone sinceramente sea a ustedes, sea a cualquier otra muchedumbre, y trata de impedir que llegue a haber en la ciudad mucha injusticia e ilegalidad, sino que, para quien ha de combatir realmente por lo justo, es necesario, si quiere sobrevivir un breve tiempo, actuar privadamente, pero no en público.[9]
Podemos, por ejemplo, leer las loas de Pericles al pluralismo de la democracia ateniense que Sócrates afirma es inexistente e imposible:
Actuamos libremente no sólo en las actividades públicas, sino que incluso en los recelos mutuos que se originan con el trato cotidiano, no nos enfadamos con el prójimo si hace su gusto, ni ponemos mala cara, lo que si no es un castigo, sí es penoso de ver.[10]
Sócrates describe con claridad la democrática tiranía de las mayorías egoístas, pero no opone a la misma una exigencia de derechos personales (que supuestamente existían para Pericles):
En esa ocasión yo, el único entre los pritaneos, me puse a hacer nada contra las leyes, y emití un voto en contrario. Y cuando los oradores estaban dispuestos a denunciarme para hacerme arrestar, y ustedes daban órdenes y gritos, estimé que era necesario correr los riesgos del lado de la ley y de la justicia, antes de ponerme del lado de ustedes queriendo cosas injustas, por temor a la prisión o a la muerte.
Y estas cosas pasaban cuando en la ciudad regía la democracia.[11]
Pericles parecía valorar la riqueza pero luego somete a los pleitos privados a la regla de “un hombre, un voto” que en una democracia sin límites lleva a una igualación injusta, por un lado, y por el otro a la arbitrariedad popular:
En cuanto a su nombre, al no ser objetivo de su administración los intereses de unos pocos sino los de la mayoría, se denomina democracia y, de acuerdo con las leyes, todos tienen derechos iguales en sus pleitos privados; en lo que hace a la valoración de cada uno, en la medida en que se goza de prestigio en algún aspecto, no es preferido para actuar en los asuntos públicos mas en razón de pertenecer a un grupo determinado que por sus méritos, ni tampoco, en lo que hace a la pobreza, es un obstáculo lo obscuro de su reputación, si puede beneficiar a la ciudad.[12]
Sócrates ve como esto llega a la violación de sus propios derechos, que en Atenas eran tanto cívicos como políticos, lo cual rompe con la igualdad para poder lograrla, pero no plantea una rebelión abierta de la minoría disidente (aunque sí encubierta como antes vimos) porque su planteo individualista se centra en la virtud personal y entonces considera peor mal la injusticia para el que la comete, lo cual es loable si se arbitraran los medios para que evitar sus consecuencias:
Creo que se me puede condenar a muerte, o desterrarme, o despojarme de derechos cívicos. Pero si bien este [señor] o cualquier otro sin duda cree que esas cosas son grandes males, yo no lo creo sino que [me parece] mucho peor hacer lo que el hace ahora: tratar de condenar a muerte injustamente a un hombre.[13]
Volviendo a la actitud sobre la riqueza, Pericles antepone la causa militar de la patria ante todo interés privado, subordinando -eventualmente- el individuo a la colectividad:
A mí me parece que el primer indicio del mérito de un hombre y la confirmación última es el fin de éstos, pues en favor de quienes son peores en otros aspectos, es junto anteponer su valentía para la guerra en defensa de la patria ya que, al borrar un daño con un beneficio, ayudaron colectivamente más que [cuanto] perjudicaron con sus actividades privadas.
Ninguno de estos fue cobarde por preferir el disfrute de la riqueza ni rehusó el peligro por la esperanza que hay en la pobreza.[14]
Pero -continuando con Pericles- este olvido del beneficio personal es parte del sacrificio eventual por una sociedad que posibilita dicho beneficio. Más allá de esta contradicción, que hoy deberíamos ver simplemente como la idealización de una solución tal vez incorrecta a un problema de "externalidades positivas", él no subordina -o promete no subordinar- al individuo a la causa de la colectividad (precisamente porque parte de la causa de la colectividad ateniense es que esa subordinación no exista), al punto de defender posturas que hoy día llamaríamos precursoras de ideas del liberalismo clásico que Constant consideraba monopolio de la modernidad, en cuestiones de comercio exterior cabalmente antiproteccionistas e incluso contrarias al nacionalismo cultural populista:
En nuestra ciudad entra por su importancia cualquier mercancía desde cualquier punto de la tierra, y se da el caso de que los productos originados aquí no los disfrutamos como más propios que los que proceden del resto de la humanidad.[15]
Pericles incluso exalta el lujo privado…
Desde luego, hemos dedicado a nuestro espíritu muchísimas pausas de nuestro trabajo, consagrándole certámenes y fiestas sagradas a lo largo de todo el año y lujosas instituciones privadas, con cuyo cotidiano deleite se aparta lo penoso.[16]
…pero luego lo menosprecia en nombre del propio militarismo:
En cambio, cuantos habéis superado la edad de ello, pensad que vuestra ganancia es haber vivido dichosos la mayor parte de vuestra vida y que esta será breve; aliviaos también con el renombre de éstos, pues el ansia de honores es lo único que no envejece, y no agrada más en la época inútil de la vida el lucro, como algunos creen, sino el recibir honores.[17]
Y Sócrates, en cierta forma, coincide, pero donde antes leíamos “honor” ahora podemos leer “virtud”:
En efecto, no hago otra cosa que ir de un lado a otro persuadiéndolos a ustedes, sean jóvenes o ancianos, de no preocuparse por [sus] cuerpos ni por [sus] fortunas sin antes atender intensamente a su alma, de modo que llegue a ser perfecta; diciéndoles que no es de la fortuna que nace la perfección, sino de la perfección que [nace] la fortuna y todos los demás bienes para los hombres, en forma privada o pública.[18]
¿La fortuna monetaria, o bien física? ¿O la fortuna espiritual? No queda demasiado claro.
Tal vez mi proceder en este apartado sea demasiado analítico. Es posible. Sin embargo creo que ni siquiera se contradice con ambos mensajes tomados como totalidades, que dejan, si no se procede a viviseccionarlos, un fuerte sabor a ambigüedad frente a la que se supone sería la actitud general de sus autores.



Conclusión


Diferencias e indiferencias entre Sócrates y Pericles: una solución plausible


Creo que la solución a la paradoja es comprender que la actitud apolítica de Sócrates y tan profundamente política de Pericles no tiene relación con una postura individualista del primero y una nacionalista del último. No es éste el eje de la cuestión, y debido a esto mismo es que la apreciación que estos tienen de la vida privada y de la vida pública son realmente paradojales. La solución creo que es esta: si bien Pericles es más nacionalista que individualista, el producto inintencionado de unir la valoración por el pluralismo y la libertad personal con el mundo del beneficio privado y esto a su vez con el orden democrático ateniense, lo hace defender el éxito económico y la apertura hacia el exterior, y si bien Sócrates es más individualista que nacionalista, el producto de unir su desprecio por el interés utilitario en la búsqueda de la verdad en función del poder político, con el mundo del comercio y la posesión de riquezas, y esto a su vez con el mundo político democrático, lo hace atacar al éxito económico y al libre intercambio de ideas, ambas características que promoviera la sofística ante la necesidad de aquellos que estaban excluidos del poder político de incorporarse a una nueva forma de grandes niveles de participación, en los cuales el debate público a gran escala y la búsqueda de popularidad eran ambos elementos interdependientes e indispensables (sea en el democratismo desigualitario de la reforma de Solón o en el democratismo igualitario de la reforma de Clístenes, ambos, en tanto políticos, igualmente colectivistas en el ámbito público, y ambos, en tanto pluralistas, igualmente individualistas en el ámbito privado).
La fusión entre la apertura comercial de la vida económica y la apertura democrática de la vida política si se da en una sociedad en la que no hay distinción entre libertades privadas y participación pública -donde la misma idea de republicanismo doctrinario es todavía inimaginable- lleva a la confusión intelectual de los elementos de ambas esferas, sea que se considere a estos elementos positivos o negativos. En la práctica esto degenera en que la disputa por los diferentes intereses particulares se resuelva con una lucha por cuotas de poder que no devuelve a las partes un derecho cabal sobre sus asuntos privados, burocratizando la vida económica y politizándola. Y esto a su vez tiene una contrarrespuesta al nivel del pensamiento político que desconoce la solución republicana: que las propuestas para resolver las disputas y los conflictos que se dan entre los diferentes intereses particulares y políticos sean profundamente negativas: para el mundo de los negocios, privar a los individuos de derechos políticos; para el mundo del poder, privar a los individuos de derechos económicos. Esto fue claro en Platón, y en su modelo ideal: la sociedad espartana.
Era casi imposible para Sócrates garantizar la convivencia entre democracia y ley, y era casi imposible para Pericles que la democracia involucionara a la arbitrariedad entre y contra la esfera económica de los intereses privados. Para excluir a los intereses individuales del ideal de una persona virtuosa, y a las individualidades de la participación en el poder político, Platón consideró una solución protofascista. Pericles ignoró el problema y confió erróneamente la libertad personal a la sabiduría popular, y confió la igualdad ante la ley a una democracia sin límites legales. Sócrates no superó el problema y desconfió erróneamente de los particulares por las culpas de un populismo demagógico que ignoraba la posibilidad del pueblo de equivocarse, y despreció tanto la retórica política como al mundo de las riquezas. Por eso, paradójicamente, en los hechos, Sócrates fue un individualista que no propugnaba el enriquecimiento de los individuos ni admiraba los logros personales (sin darse cuenta que, a pesar de la masividad plebeya de dicha clase, era el marco  institucional y socioeconómico de ésta el que protegía a los individuos de la colectividad), y Pericles fue un demócrata economicista que no aseguraba la libertad pública y el disenso que hace posible la misma democracia (aunque la protección de tal libertad, a la vez, requiriera de legitimar ese espacio privado cuyo patrimonio admiraba y que no llegó a ver era la frontera que protegía a los ciudadanos de su propio poder). La contradicción era relevante pero aun inconsciente. Pericles admiraba ese mundo comercial que favorecía el pluralismo pero que cuyos resultados no eran igualitarios, mientras que Sócrates, pluralista por principio, despreciaba al logos de la economía que lo hacía posible. No era coincidencia.


[1] Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?, Taurus, Buenos Aires, 2003, p. 210
[2] Cfr., Vicente Gonzalo Massot, Esparta. Un ensayo sobre el totalitarismo antiguo, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1990
[3] Giovanni Sartori, Ob. Cit., p. 207
[4] Cfr., Richard Nixon, La verdadera guerra, Editorial Planeta, España, 1980, pp. 263-280
[5] Cfr., Pericles, Oración fúnebre, p. 185
[6] Cfr., Platón, Apología de Sócrates, pp. 145-152
[7] Ibidem, p. 149
[8] Ob. Cit., p. 184
[9] Ob. Cit., p. 154
[10] Ob. Cit., p. 183
[11] Ob. Cit.
[12] Ob. Cit.
[13] Ob. Cit., pp. 150-151
[14] Ob. Cit., p. 186
[15] Ibidem, p. 183
[16] Ibidem
[17] Ibidem, p. 188
[18] Ob. Cit., p. 150